Una mujer vuelve a su casa por una calle que no es la suya.
Maneja el vehículo que se lleva sólo hasta otra casa. Estaciona. Mira el portón. Nunca surge duda de si necesita valor, o ganas, o felicidad, o motivos.
Llega hasta ahí porque el viento es más fuerte que la resistencia. Llega hasta esa puerta como si fuera un maldito kiosco abierto en el medio de un desierto de asfalto incendiando la ciudad, necesita agua.
Se baja, toca timbre, mira hacia la vereda de el frente. Por detrás escucha la primera puerta que se abre, luego los pasos. Adivina la silueta, adivina la mirada. Luego se abre el portón, la recta final.
Ella lo abraza, quiere meterse dentro de ese desalmado, como si se le fuera la vida en ello. Saca su propia alma de su boca, que sale como si fuera el vientito que larga el aire acondicionado en un día en que la tierra se raja de calor. Saca su alma para meterla en la boca de él, una vez más, queriendo volver a casa, queriendo ser amada, queriendo habitar la cocina, queriendo leer el libro que está en la mesita de luz, queriendo que la dejen querer.
Se separa, gira y se va sin mirar atrás. Pero en esa separación, se engancha el collar de mostacillas de ella, con el botón de la camisa de él. Caen todas al suelo, convirtiendo la vereda en un sitio arquitectónico donde yacen los restos de cientos de mostacillas multicolores.
Ella se sube al auto, mira hacia adelante mientras enciende el motor. Con el rabillo del ojo ve que él corrió hasta su lado poniendo la mano en su ventanilla. Ella pregunta para qué.
Cuenta cuántas mostacillas se han perdido en la vereda, cuenta cuántas veces se han enganchado las ganas locas de ambos, cuenta cuántas despedidas mueren en las esquinas de la ciudad, cuenta cuántos días pasaron del último beso, cuenta cuántos poemas están por escribirse, cuenta cuántas hojas ya lleva este libro con esta historia, cuenta cuántos días faltan para olvidarlo.
Patricia Lohin
Imagen: Marta Syrko
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