La mujer del mostrador me llama. Aún la sigo mirando, impasible, cuando me repite el gesto. Me acerco sin dejar de observar hacia un lado y otro, como esperando que de repente apareciese el verdadero destinatario de ese llamado. Pero no, nadie se ha puesto de pie. Me llamó a mi. Entonces sigo caminando hacia el mostrador donde está la mujer esperando.
Llego y me quedó de pie, mostrador de por medio, delante de ella. No hablo, no gesticulo, solo espero. Entonces ella se percata que ahí estoy. Levanta primero las cejas y luego la cabeza. Abandona esos papeles que la preocupan, sobre los cuales se mueven sus manos repletas de anillos grandes y brillantes.
Me habla, sorprendiéndome.
- ¿Número de trámite?
Desconozco lo que me pide. Solicita un número. No sé mucho sobre números, solo lo que recuerdo de la escuela primaria y eso fue hace mucho tiempo. Me doy cuenta que no puedo contestarle, que no tengo la respuesta para lo que me ha preguntado. Me pongo nervioso, me muevo en el lugar, como cuando deseo ir al baño y está ocupado. Siento que las manos comienzan a sudar. Supongo que también debe haber gotas de transpiración en el cuello y la frente. Me doy cuenta que soy un perfecto inútil y entonces, abro la boca.
- No sé... no tengo idea.
La mujer detiene el movimiento de sus manos, que parecen firmar papel tras papel. Ahora toda su atención es para mi persona. Me observa como si fuese un espécimen raro y puede que así lo sea. Me ha hecho una pregunta y no supe contestarla. Es obvio que todos en este lugar saben que responderle. Vuelvo a sentir que transpiro, mientras me siento fulminado por esa mirada. Su boca se mueve, su tono es otro, más duro, directo, casi visceral.
- ¿Sabe a nombre de quién es el trámite al menos?
Comprendo que más que una pregunta, es una imposición. Debo saber el nombre. Es casi una orden. Es mi deber como persona saber de quién es el trámite. Pero así y todo, lo desconozco. En realidad, no entiendo a qué trámite se refiere. Mi situación es patética. Veo en su rostro el rictus de la impaciencia, hasta puedo imaginarme su pie derecho subiendo y bajando, en forma rítmica, enloquecido. El semblante se asemeja al de un verdugo. Le estoy haciendo perder su tiempo y quiere ejecutarme allí mismo. Quizá me lo merezco, no lo sé. Hablo.
- No... tampoco lo sé. Disculpe.
No debí haber agregado la última palabra. Quise ser educado, pero terminé siendo impertinente. ¿Quién en mi posición puede pedir disculpas? Disculpas debe pedir alguien que sabe que está en condición de hacerlo. Yo no. Estoy ahí parado, haciéndole perder el tiempo. No sé el número ni el nombre. Ni siquiera sé que hago en este lugar. Pero ella me ha llamado y no soy maleducado. Pero la estoy molestando, la estoy haciendo enfadar. Puedo verlo en cada gesto de su cara, en cómo hasta el cabello parece erizarse en lugares precisos. Su mirada me penetra, me quema interiormente. Siento que voy a estallar en mil pedazos, que una fuerza sobrenatural me desintegrará. Pienso que quizá sea lo mejor, la única manera de dejar de hacer el ridículo. Pero es tarde, muy tarde, ella arremete.
- ¡No me haga perder el tiempo entonces! ¡Vuelva cuando sepa a que vino acá!
Trago saliva, siento un nudo en la garganta y que mil ojos me observan, me critican a la distancia, sin conocerme. Me considero objeto de cientos de insultos silenciosos, de risas pérfidas y cómplices. Estoy en el centro de la escena de una comedia. Soy el comediante no esperado. El blanco de las burlas. El estómago me da vueltas. La mujer ha hecho su sentencia, me ha marcado a fuego delante de todos. Soy un imbécil. Un estúpido más en su lista diaria. Una persona no grata que le hace perder tiempo. Entonces doy el primer paso para alejarme, desaparecer, evaporarme del lugar, cuando lo recuerdo... recuerdo el motivo, la razón, la causa de mi presencia allí, de pronto soy consciente de mi espera y antes de abandonar para siempre ese mostrador, suelto mi verdad.
- Vine a ver sus ojos esmeraldas, su rostro de rubí, su sonrisa de plata manantial de perlas arreboladas, vine a sentirme cerca de la mujer de mis sueños, del tesoro inalcanzable de mis noches, de mi búsqueda esperanzada de mis días, de la espera eterna en esta oficina, observando a lo lejos, a la espera de un turno que jamás pensé obtener.
Y me fui. Sé que ella me siguió con la mirada, sintiendo como el corazón se le fruncía como un pañuelo. Sé que otros hicieron lo propio y que a más de una mujer romántica en aquella sala le rodó una lágrima por la mejilla. Pero no volví, ya no lo haría. El sueño se pinchó como un globo. La realidad había sacado a relucir sus espinas. Porque el amor, señoras y señores, no es ningún trámite.