Me gusta mirar bicicletas estacionadas. De forma irremediable, las fotos que muestran bicis solitarias al azar me resultan enigmáticas.
Descansando en paredes, en pausa, en espera, sin movimiento, establecidas; las bicicletas me trasmiten fe; ¿a qué? al movimiento.
De niña me sentí traicionada por la falsa fantasía de los reyes magos. En casa no conocimos al gordo barbón.
Cuando descubrí la bicicleta, no me resultó fácil creer que mis piernas moverían el velocípedo.
Ni la certeza de que los tres reyes eran pobres hizo que yo desistiera en hacer una carta de peticiones:
Este año pediré de nuevo mi juego de té de fierrito (así le llamaba yo al aluminio, lo malo es que los mágicos personajes no me entendían).
Este año quiero que me traigan también una bici, aunque sea chiquita.
Este año me gustaría que me ayudaran a saber mover mis pies para mover la bici.
Llegó el juego de té, era de plástico; un muñeco relleno de bolitas de unicel y un patín del diablo que compartiría con mis tres hermanos.
En la actualidad sé mover los pies: nado, hago pilates, patino sobre ruedas y en hielo, sé bailar salsa, cumbia, rock, tango. No aprendí a pedalear bicicletas.
Embelesada veo la promesa estacionada, la aspiración en espera, la quimera que me llama para que la ponga en movimiento...