Revista Diario

Muerte al Atardecer

Publicado el 20 abril 2010 por Looope
Muerte al Atardecer


Puedo evocar en cualquier momento la intranquilidad y expectación que sentí justo antes de ver al primer toro salir al ruedo. Sentí un peligro auténtico, como si lo que iba a salir por la puerta no era de este planeta, sino un monstruo mítico y todos en la plaza íbamos a quedar a su merced.

Después de varias semanas de preparación, había llegado el momento. Agradecí haberme ilustrado un poco en qué consistía una corrida, las diferentes fases y sus significados y traté de conservar los ojos y la mente abierta. Fueron dos horas abrumadoras e intensas y cuando ya había terminado todo y estábamos saliendo de la Maestranza tenía la sensación de haber vivido una realidad paralela.

Cuando pude digerir lo que había sucedido, tuve mi primer choque. ¿Por qué no me molestó que mataran a los toros? Es probable que, siendo la primera vez y tratando de conservar la objetividad, me haya ausentado de lo que estaba sucediendo. Como en un trance.

Entonces me dí cuenta de que mi percepción sobre el toro fue diferente desde el principio. Creo que la gente de alguna forma se identifica con él y lo ve como un ser desprotegido, a punto de ser asesinado sin contemplación. Yo no lo vi así. No vi a un animal entrañable como un poodle, un panda, un gatito o un hamster. Vi a una bestia salvaje e iracunda, lista para atacar como lo haría una anaconda, un tiburón, un león.

No sentí compasión por él, porque no sentí que él tuviera compasión con el torero sino más bien una disposición inflexible para embestirlo. Su instinto -en general, no de supervivencia- es atacar lo que se le ponga en el camino, sin importar lo que sea: un torero, un caballo, una viejita cruzando la calle o un bebé. Es su naturaleza, y estos toros son criados toda su vida para mantener y exaltar estas cualidades, no domesticarlas.

Tampoco puedo decir que sentí que el toro estuviera sufriendo. Son tan enormes, tan fuertes, tan brutos que en verdad se siente que es poco el daño que sufren por las picas y las banderillas. Son heridas en sangre caliente, en medio de un enardecimiento demencial que, al contrario, parecieran darle más fuerzas por momentos. Avanzada la contienda, se le ve debilitado -que es el propósito de los castigos- pero son tan fuertes que en una oportunidad pudimos ver cómo, estando ya en el suelo a punto de expirar, se recobraba y volvía a ponerse en pie.

Algunos mugen, pero no son mugidos de dolor sino de rabia y vienen acompañados de amenazadores golpes en el suelo. Ver a esa mole histérica respirar como lo hace, poseído por la cólera a sólo unos pocos metros de uno hace que se te hiele la sangre de miedo.

Y frente a esa insensatez lunática, está el torero dominando y controlando toda su naturaleza salvaje. No es una representación dramática. Es real.

Durante una de las faenas, uno de los toreros -Miguel Ángel Delgado- fue prendido por la chaqueta y tirado por los aires. Entonces te das cuenta de que hasta cierto punto, es el toro quien tiene la ventaja, no el torero. Es un duelo donde uno de los contrincantes va a morir, frente a tus ojos. Y puede ser cualquiera de los dos. Es la supervivencia del más apto en el siglo XXI.

Visiblemente adolorido, Miguel Ángel se recompuso, tomó el capote y se puso firmemente en pie delante del toro, listo para el siguiente pase. Todavía no sé si fue locura, valentía, adrenalina.

Estoy de acuerdo en que las corridas de toros no son para todo el mundo -y me disculpo públicamente si luzco evangelizador- pero también creo que es probablemente una de las pocas cosas épicas que nos quedan y que no pueden comentarse sin entenderse, sin vivirse.

"Muerte en la Tarde" es el título del libro de Ernest Hemingway sobre el mundo de los toros.


Volver a la Portada de Logo Paperblog

Revistas