Sábado.
El mediodía está tibio.
La mañana amaneció con todas las flores abiertas y el néctar chorreando por los pétalos blancos. Mientras los minutos acontecen sin hacer nada, el deseo se va acrecentando como un monstruo sobre el que no se tiene poder alguno.
Doce, doce treinta, doce treinta y tres minutos.
Toco el timbre de tu casa.
Una a una se abren las puertas.
Recorro las distancias certeramente.
Sin mediar peros ni distancias, acontece el disparate.
Tu deseo choca contra el mío y una explosión interna se convierte en externa.
Las palabras huecas salen transformados en murmullos huecos.
Doce cincuenta, doce cincuenta y cinco.
Todo ha terminado. Parece un libro que nos deja atónitos con un final pelotudo.
El motor que me llevó hasta allí acaba de expirar. Enhorabuena.
Ha nacido el día y el sol vertical no deja sombras ni nada por iluminar.
Todo se ve clarísimo.
Muere el deseo y de muerte natural. Lo enterramos debajo de la almohada en donde escondo mi cara apenas humedecida por un par de lágrimas.
Huelo una vez más el lugar, y me retiro.
Detrás mío vienen la tristeza y el vacío haciendo una marchita militar.
Un vacío más.
Un lugar menos.
Patricia Lohin
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