Siempre estuvo loco por ella, desde que la maestra de sexto los obligó a compartir pupitre. La miraba y se le venía el cielo abajo, no podía sacarla de su cabeza. Se levantaba siempre a tiempo y jamás se quedaba dormido, llegaba siempre diez minutos antes del timbre de ingreso, y era el primero en ingresar al aula. Se emprolijaba la camisa y el pelo, acomodaba la cartuchera y el cuaderno, se olía los sobacos por si el apuro por llegar lo hubiera traicionado con un poco de sudor, y se miraba las uñas en busca de alguna suciedad inadvertida. Después se quedaba esperándola sentado en silencio. Ella llegaba cinco minutos después, su papá la dejaba en la puerta del colegio y la miraba desde el auto mientras cruzaba las puertas de hierro revoleando la cola de caballo. Avanzaba por el patio mezclándose con los demás chicos, y a pesar de rozar el metro veinte, resaltaba del resto por ese algo que llevaba encima, ese aura especial que él, sin otra definición mejor que ofrecer, llamaba magia.
Bajo esa magia cayó hechizado sin resistencia al darse cuenta de que se sentía feliz; desconocía si eso era amor o qué, pero sabía plenamente que todos sus pensamientos comenzaban y terminaban en ella. Desayunaba el café con leche pensando en sus manos, manos pequeñitas que manejaban con destreza la lapicera, llenando los renglones con letras redondas y perfectas; miraba la televisión y en cada actriz que veía trataba de encontrar unas orejas tan perfectas como las de ella, a las que a veces, en clase, acercaba emocionado sus labios para soplarle alguna respuesta difícil. Al final del día, después de cenar y matar un poco el tiempo escuchando la radio, apoyaba la cabeza en la almohada y le bastaba con cerrar los ojos para que la imagen de su compañera de banco se encendiera en la oscuridad como un hada protectora que lo reconfortaba y le daba sentido a cada una de sus noches. Ese era el mejor momento de todos. De hecho, empezó a masturbarse pensando en ella, conoció los primeros placeres con la silueta grácil que flotaba en la negrura de su habitación. La imaginaba enfundada en el equipo de gimnasia reglamentario, tan estrecho y tan azul, que le marcaba las piernas firmes y sólo dejaba al descubierto los tobillos blancos y finos, y no podía contener la excitación ni el impulso primitivo de autosatisfacción. Tan preso estaba de ese deseo, que no le importaban las burlas que sus compañeros de curso hacían sobre su cara de bobo enamorado, ni los continuos llamados de atención que le hacían las maestras por su falta de atención, ni los reclamos de su madre cada vez que se encerraba en el baño por más de media hora.
Ella nunca se enteró de que era la fantasía que se derramaba cada noche en las manos de su devoto admirador. Ese año y el siguiente la inocencia fue su mayor virtud. No se imaginaba que lo tenía hipnotizado con el olor a coco que salía de su pelo sedoso, con sus pestañas largas y onduladas, con el ruidito que hacía al mascar los caramelos, chasqueando la lengua para despegarse el pegote de entre los dientes, y ni se le cruzaba por la cabeza la idea de que su propio nombre fuera utilizado como grito de guerra cada vez que su inofensivo compañerito de banco, amigo fiel y desinteresado, descargaba contra las sábanas chorros y chorros de una pasión inexplicablemente temprana.
Lo que a él más lo perturbaba era la imposibilidad que tenía para poder expresarle su adoración, todo ese sentimiento lo desbordaba y lo llenaba de angustia tener que lidiar con eso sin ayuda. Apenas hablaba con su familia, sus padres no le prestaban suficiente atención, sólo les importaba que no trajera mayores problemas a la casa, y su hermano menor era a su consideración un enano imbécil que no comprendía más que de soldaditos y figuritas autoadhesivas. Sus noches sumaron entonces una nueva actividad; después de las infaltables caricias, se abocó a meditar sobre las posibles maneras de vencer su incapacidad verbal. Por más que le daba vueltas al asunto, no podía ver con claridad y las posibles soluciones que ideaba se le embrollaban unas con otras, considerando pros y contras, evaluando planes de acción y dibujando en el aire complejos cuadros de relaciones. Pronto se dio cuenta de que era un inútil para encontrar el remedio a su problema, y que jamás podría establecer con ella un vínculo más profundo si no franqueaba la barrera invisible de lo no dicho. Pero lo que más lo asustó fue darse cuenta de que no estaba seguro de que era lo que realmente quería. A los once años tuvo que enfrentarse con su primer dilema filosófico; si bien estaba dispuesto a inmolarse con su confesión frente a quien sea con tal de terminar con la angustia del secreto, le parecía una estupidez enorme hacerlo sin una razón de peso, sin un objetivo concreto, que luego de conseguido, o no, le marcara la dirección de sus acciones. ¿Quería ser su novio? ¿Se casaría con ella? ¿Estaba dispuesto a aventurarse en una relación tan precoz? ¿Le alcanzaba con tomarla de la mano? ¿Qué pasaría si ella, una vez vomitada su confesión, lo rechazara, o peor aún, se burlara de él limpiando el piso con sus sentimientos? ¿Prefería seguir masturbándose a escondidas, mancillando su hermoso nombre, antes de correr el riesgo de hacer el ridículo frente a todos? ¿Este motor que lo ponía en marcha era amor sincero e inocente o simplemente deseo carnal, el temido pecado de lujuria?¿Debía confesarse, correr hasta la parroquia y arrodillarse en el confesionario oscuro delante de un hombre que tal vez nunca hubiera sentido algo como lo que él estaba sintiendo ahora? ¿Era posible morirse de amor? Por suerte estas preocupaciones no lo desvelaban demasiado, porque el sopor que lo adormecía luego de cada práctica onanista le daba, como mucho, diez minutos antes de quedarse profundamente dormido.
Los días que ella no iba al colegio eran como una navidad triste, pobre, descolorida. Solo, en la segunda fila de bancos, pasaba las horas mirando fijo al pizarrón y copiaba en el cuaderno cuentas y oraciones como un autómata, elucubrando por dentro qué le podía haber pasado. ¿Se había enfermado? ¿Había tenido un accidente? ¿Ya no quería sentarse a su lado? ¿Había descubierto su actitud pecaminosa y ahora lo odiaba y lo castigaba negándole el privilegio de su compañía? Pensaba y escribía, pensaba y borraba. Los días sin ella eran eternos, parecían no querer irse y darle paso al siguiente, en el que volverían a estar juntos. Eran arenas movedizas que se lo iban devorando lentamente, de los pies a la cabeza, hundiéndolo en la tristeza. Como un gorrión asustado recorría durante los recreos el patio enorme, más enorme e infinito sin ella, sin su cara minada de pecas, sin el placer de espiarla con disimulo amparado detrás de una columna, sin su cola de caballo tirante amarrada con la gomita blanca y sin el rebote de sus zapatos de punta redondeada contra las baldosas blancas y negras. Sin ella el pupitre era un cepo de tortura que lo mantenía atrapado en el vacío. Sin ella se sentía sepultado por la ausencia.
Los viernes eran el peor día de la semana, sabía que iba a pasar más de cuarenta y ocho horas sin verla y los sábados y los domingos le dolían como puñales; por más que su imaginación jamás se detenía necesitaba alimentarla constantemente para transformarla en realidad. Las vacaciones de invierno fueron un calvario, pero las llevó con dignidad. Dormía hasta bien entrada la mañana sin que nadie lo moleste, aunque a veces el enano imbécil se ponía cargoso y lo tenía que aleccionar con un par de golpes; a la tarde, antes de que llegaran sus padres de trabajar, se tiraba en la cama a pensar en ella. Suponía que estaría haciendo lo mismo que él, o casi, no hay mucho que hacer en las tardes heladas de julio; seguramente estaría tirada sobre la cama, hecha un ovillo como una gata remolona aprovechando la siesta, iluminada por pequeños rayitos de sol. Se ponía contento al saber que su imagen no había perdido nitidez, que podía reconstruir su cuerpo hermoso y pálido cuando quisiera y donde quisiera, pero se moría de amargura al verse inmóvil y atorado en una relación hasta el momento unilateral. Sufría también porque sabía que después de esas dos semanas de receso sólo quedarían unos pocos meses para el final. Y después quién sabe. La primera semana meditó muy seriamente los pasos a seguir, no podía seguir así toda su vida, tocándose cobardemente sin afrontar como un hombre el infierno que conlleva el amar a una mujer. La segunda semana la usó por completo para juntar coraje y elegir cuidadosamente cada palabra que le diría en el primer segundo del primer minuto del primer recreo del primer lunes del segundo cuatrimestre.
Y llegaron las clases. Toda su hombría estaba en juego como nunca antes; las peleas en la esquina, las figuritas robadas, el autito más rápido, las pulseadas ganadas, las malas notas en el boletín, el eructo más sonoro, el pito más largo, las manos más fuertes, todos esos desafíos que van formando el carácter dentro del ámbito escolar le parecían ahora juego de niños, niños de los que él se estaba alejando a la fuerza, llevado en andas por el deseo. Ahora era un hombre. Un hombre enamorado. El sábado a la tarde se había cortado el pelo y lustrado los zapatos; el domingo a la mañana fue a misa de diez y por las dudas cuando salió rezo tres padrenuestros extra. Después de almorzar alistó todos los útiles y le sacó punta a los lápices, el resto de la tarde se le fue buscando cosas que hacer para no ponerse nervioso. A la noche cenó poco y se fue a dormir temprano para llegar a tiempo y bien descansado al comienzo del día más importante de su vida.
La mañana del lunes un cielo rosado lo acompañó las cuatro cuadras que separaban su casa del colegio, a medida que se iba acercando a las puertas de hierro, el pecho se le hacía cada vez más chico y la cara se le ponía cada vez más roja. Llegó, entró al aula y repitió el mismo ritual de siempre, cartuchera, cuaderno, pelo, camisa, sobacos, etc. Cinco minutos después, puntual como de costumbre, ella apareció bajo el marco de la puerta. La vio y los ojos le brillaron. La recibió con una sonrisa que no le entraba en la cara y le mostró todos los dientes como cordial bienvenida. Ella se acercó, lo miró, lo saludo alegremente, se sentó y se aflojó un poco la gomita del pelo. El olor a coco llenó el salón y le perforó los sentidos. Casi se desmaya de la alegría, pero tuvo tiempo para sentarse y disimular. Las dos horas de Ciencias Naturales pasaron tranquilas y sin molestar, estaba bien decidido a no apresurarse, si las cosas no se hacen a su debido tiempo suelen salir mal, eso lo sabía muy bien. Terminó de dibujar e identificar los órganos del aparato digestivo justo cuando sonó el timbre del recreo. El curso entero se atropelló contra la puerta angosta para huir rápido y no perder un segundo de libertad. Él esperó, salió último y encaró para las rejas que daban al jardincito del fondo, donde se juntaban las nenas más grandes, de sexto y séptimo, a cuchichear quién sabe qué mientras jugaban al elástico. Atravesó la muchedumbre mirando hacia delante fijamente, a los costados todo se desvanecía y las siluetas que corrían, saltaban y gritaban a su alrededor eran meros maniquíes, simples circunstancias que nada entendían de este amor. Era un héroe, un devoto en la procesión más larga de todas, un maratonista sufriendo en cada músculo los últimos metros. Llegó hasta el grupito de nenas y se plantó frente a ellas sin miedo, tranquilo, con la mirada serena y expresiva. Todas lo miraron y se codearon entre ellas riendo por lo bajo. Ella guardó un caramelo en el bolsillo del guardapolvo, lo miró y se acercó dando dos pasos. Él avanzó dos más, tragó saliva, y con la ternura de quien acaricia un cachorro, le preguntó si le gustaría, un día de estos, ir a tomar la leche a su casa. Ella sonrió.
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