Hoy he nacido otra vez (sexagésimo año consecutivo en que me sucede esto). Sin madrugar, sobre el mediodía.
Según la madre que me parió, hacía calor y lucía el sol en el pueblo cuando comencé a cumplir minutos de vida. Hoy, sin embargo, ni lucía el sol ni hacía calor en Oviedo cuando renací (ni rastro, por aquí, de la ola de calor anunciada por los meteorólogos, de nuevo traicionados por la cercanía que hay entre el mar y esas montañas tan altas que incluso vencieron a los musulmanes, campantes en sus caballos hasta que se toparon con ellas y sus precipicios, Don Pelayo y los suyos también por allí para aguarles definitivamente la conquista).
Pues bien, apenas recién nacido entré en facebook y en mi sitio encontré un montón de felicitaciones. Resulta que, a diferencia de lo que pensaba, aún no soy completo olvido. Entonces me pregunté: ¿Qué podría regalarles a estas buenas personas?
Aquí os dejo una canción y un relato de lectura prescindible, demasiado largo para una entrada de wordpress, bien lo sé, corre que te corre el tiempo.
Adele – Set Fire To The Rain (Live at The Royal Albert Hall)
LA NOCHE DE LOS MOSQUITOS SORDOS
Llegué al hotel de anochecida, como habíamos convenido. El día, húmedo y caluroso, aunque no soleado, se despedía con una placidez veraniega de la que yo, asomado al balcón orientado hacia el río, carecía en mi interior. La llamé. «Doscientos dos», dije únicamente, y ella cortó la comunicación sin pronunciar otro vocablo que el «Dime» inicial. No hacían falta más palabras telefónicas; antes bien, podrían comprometerla, delatarnos. Guardé el móvil en el bolsillo del pantalón, fijé la mirada en las menguadas y perezosas aguas del cauce… Embarazada… Un hijo mío…
«¿Mío?». «¡Sí, tuyo, tuyo!». «¿Estás segura?». «¡Sí!». «Pero nosotros…». «¡Se rompería la goma, qué se yo!». «Bueno, cálmate ya, todo tiene solución». «No abortaré». «Si sale la criatura clavada a mí, con mi pelo y mis ojos…». «Que salga como quiera». «Escúchame, tenemos que vernos, pensarlo». «Yo ya lo pensé». «Te espero mañana en el hotel que está junto al río». «No me convencerás». «Convénceme tú a mí». «Vale, en ese hotel». «Te llamo cuando llegue, al oscurecer».
Ya no se veía el río cuando me retiré del balcón, luces de ciudad a izquierda y derecha, y al fondo del telón nocturno; ninguna luz en mis negras reflexiones. Un hijo… Aunque no sería hijo mío, sino de ella y del marido si la criatura no salía clavada a mí, albina y con mis ojos claros, demasiadas pistas para el esposo en tal caso, mi jefe en la empresa apenas afectada por la crisis económica pues está de moda la incineración de cadáveres. Las once en el reloj, las doce. Y ella no aparecía. Busqué el canal de los deportes en la televisión. Tenis de alto nivel, arte deportivo, vano o admirable, según se mire, cierto es que somos distintos al resto de los animales por semejantes artes y pasiones: los mosquitos no juegan al balompié, pongamos por caso. El cambio climático en otro canal, el calentamiento en la superficie del planeta justo cuando correspondería una nueva glaciación: más materia prima para nuestra empresa de pompas fúnebres, viva la contaminación. Me desnudé, me tendí en la cama. No la quería ni poco ni mucho, solo la deseaba de cuando en cuando. Me acostaba con ella y, de paso, jodía a mi jefe mandón aunque él no lo supiera: cualquier desahogo es bueno cuando no hay otro.
Estaba a punto de quedarme dormido —al fin conciliaba el sueño, esa muerte temporal que en realidad repara los estragos de la vigilia— cuando oí al mosquito, su zumbido, ese sonido de trompetilla inconfundible. Rondó mi rostro pero solo logré abofetearme dos veces al pretender aplastarlo. Encendí todas las luces, me levanté. «Te vas a enterar». La toalla mayor del cuarto de baño en la mano derecha, la mirada inquisitoria por techo y paredes. ¡Allí! Al suelo la lámpara de la mesilla. ¡Allí! Al suelo el adorno de la mesa del escritorio, el contenedor oval, y los cantos rodados que antes llenaban el cuenco de vidrio esparcidos por la moqueta. ¡Allí! Al suelo el cuadro que yo mismo hubiera pintado mejor, aquella simple raya negra, irregular, sobre fondo blanco. Me rendí. Busqué refuerzos, marqué el uno, el de recepción, en el teléfono del hotel.
—Dígame.
—Hay en la habitación un mosquito que me impide dormir.
—Imposible, señor. Todas las habitaciones del hotel cuentan con generadores de ultrasonidos antimosquitos.
—Pues este mosquito será especial, estará sordo. ¿No tendrán por ahí un insecticida?
—Son innecesarios en este hotel, señor.
—Le digo que…
—Podemos cambiarle de habitación si lo desea.
—¡No, no lo deseo!
Colgué el teléfono con violencia. Coloqué el cuadro en su sitio, recogí el cuenco de vidrio coloreado, lo rellené con los cantos rodados que no pateé. Casi me electrocuto al intentar que luciese la bombilla de la lámpara de la mesa de noche. Me refresqué en el cuarto de baño, me armé con otra toalla. «Esto no se quedará así, mosquito de antenas sordas». Alguien llamó entonces a la puerta.
¿Ella? ¿A semejantes horas? Bueno, mejor tarde que nunca, y mejor ella que el marido.
Era el del mantenimiento del hotel, turno de noche.
—¿Me permite una rápida comprobación? Serán apenas unos segundos.
Ningún defecto en el generador. Ni rastro del mosquito sordo.
—¿Desea cambiar de habitación?
—No, de eso nada. Yo me quedo aquí.
—Solo pican las hembras, ¿lo sabía?
—¿Las hembras?
—Los mosquitos machos no se alimentan de sangre.
—Pero hasta mañana no sabré si se trata de macho o hembra.
—Ya le digo que el generador…
—Sí, sí, ya.
—Buenas noches, señor.
—Compren insecticidas, ¿me oye?
El sueño nuevamente; reparador, liberador. Ahí te quedas hasta mañana, mundo.
¡Otra vez el mosquito!
Allí… Allí… Allí…
—¡Te maté, cabrón!
Sangre en la pantalla del televisor, y restos mínimos, pero visibles, del insecto. Las pruebas. Al día siguiente, más descansado, les mostraría las pruebas a los del hotel.
La voz: Te quedarás sin empleo, y probablemente sin dientes ni nariz, tal vez sin vida incluso, por culpa de un espermatozoide tan huidizo e inoportuno como el insecto sordo.
¡Sordo y muerto! Buenas noches, voz, mundo.
¿No arreglas el estropicio? ¿No cuelgas el cuadro? ¿No recoges los cantos rodados, esparcidos por la moqueta de nuevo, ni pones la lámpara sobre la mesa de noche?
¡No! Ni ahora ni… ¡No puede ser! ¿Otro mosquito? ¿Dos mosquitos con antenas sordas?
Pues sí.
Todo lo demás, lo que justifica por qué mato insectos desde aquella noche con insaciable rencor, insectos machos o hembras, insectos inocentes o culpables, sucedió a continuación.
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