La imagen que acompaña este post es parte de la instalación que Teresa Margolles llevó a cabo en la Bienal de Venecia del 2009.
La literatura del narco
En febrero de 2009, hace exactamente un año, nos sorprendimos con la noticia de que respetados ex presidentes latinoamericanos (Cardoso, Gaviria, Zedillo) pedían, vía Wall Street Journal, una urgente rectificación en la conocida como “guerra contra las drogas”, además de proponer la despenalización del consumo. No se les hizo mucho caso. Pocos meses después, el mandamás de la Oficina de Estupefacientes y Crimen de la ONU (UNODC) afirmó que “352 mil millones de dólares de procedencia criminal fueron efectivamente lavados por instituciones financieras”, lo que permitió “mantener a flote el sistema financiero en plena crisis económica”. Nadie ha propuesto aún a ningún capo de la droga para el Nobel de Economía. Al mismo tiempo, el presidente de México, Felipe Calderón, sacaba al ejército a las calles de Ciudad Juárez. Ese gesto no impidió que siguiera incrementando el número de víctimas civiles en medio de la guerra contra el narco. Si acaso, hizo enfadar a los policías, algunos de los cuáles decoraron con billetes ensangrentados el cadáver del “Botas Blancas”, el célebre capo del cartel de Sinaloa, abatido a tiros el pasado 16 de diciembre. Puro narcoarte.
Año 2010. Pocos argumentos pueden esgrimirse ya para justificar una estrategia antidrogas (incluida la prohibición de algunas de ellas) que, para muchos, convierte lo que podría ser un problema menor de salud pública en un problema mayor de violencia social que amenaza con extenderse como una plaga por varios continentes. No es el objetivo de este dossier sumarse al debate por la legalización de las drogas, aunque es indudable que el origen de la narcocultura está ahí. Como acota Sergio Álvarez en páginas siguientes, el narcotráfico es el único negocio en el que los pobres de verdad pueden hacerse millonarios. El escritor colombiano hace un exhaustivo repaso a los últimos 30 años de literatura colombiana. Interesante constatar como, a pesar de los recelos iniciales por parte de la élite literaria, lo narco ha ido penetrando por todos los resquicios hasta llegar a un punto en el que es complicado detectar un novela en la que esté ausente por completo. No puede ser de otra manera si es cierto, como afirma Álvarez, que la mentalidad “traqueta” –ese sinónimo de narco cultura que evoca el traqueteo de metralla– se ha impuesto en Colombia. Desde un presidente que trata a los que no están de acuerdo con él como enemigos, a un pueblo que durante el día lee revistas que exaltan los valores de los mafiosos mientras por la noche se divierte con las telenovelas sobre narcotraficantes, todos los ámbitos de la sociedad colombiana están contaminados por esta estética del aquí y el ahora.
No deja de sorprender, por eso, que a estas alturas del partido algunas personas bienpensantes crean que organizar un ciclo dedicado a la narcocultura –como el que celebramos durante este mes de febrero en Casa Amèrica Catalunya y que en muchos aspectos amplía los asuntos de este dossier– signifique hacer apología del consumo de drogas. Cierto es que abordar el asunto sin prejuicios es una empresa difícil. Lo sabemos, todo lo relacionado con lo narco es controversial por naturaleza. Pero es justamente eso lo que lo hace uno de los grandes temas de debate en estos inicios del siglo XXI.
En México, el Ministerio de Defensa ha creado el primer museo sobre la narcocultura. Cerrado al público –en teoría fue montado para instruir a policías y soldados movilizados en la guerra contra las drogas–, el museo debería ser visita obligada para todo aquel interesado en conocer esa otra parte de la cultura global. Teléfonos móviles decorados con joyas, pistolas bañadas en oro y con inscripciones nacionalistas, chaquetas con blindaje oculto, el museo revela un gusto por la ostentación que uno termina preguntándose si el ornamento es un delito. La arquitecta Adriana Cobo intenta responde a la misma pregunta, aplicada a los edificios que se construyen los jefes de los carteles (2), y concluye que “estas fachadas pretenden reemplazar el poder de las instituciones que su dinero puede comprar, por lo que se construyen sobre la destrucción de la institución oficial. En este sentido, son piezas importantes de nuestra historia reciente y evidencia de instituciones débiles y valores trastocados, y por lo tanto relevantes para un análisis formal y simbólico que concierne a la arquitectura de nuestras ciudades.” Como en la mayoría de museos de arte contemporáneo, lo literario queda excluido también en el museo de la narcocultura. Y eso a pesar de que, según Jorge Volpi, “A la fórmula América Latina = realismo mágico, se opone en nuestros días América Latina = novela del narco”. Novela del narco o narcoliteratura, este nuevo género ya cuenta con alguna obra mayor, como Trabajos del Reino, de Yuri Herrera – flamante premio “Otras voces, Otros ámbitos” entrevistado en estas páginas–, pequeña joya literaria que en pocas páginas reflexiona sobre las peligrosas relaciones entre arte y crimen mediante la historia de un modesto compositor de narcocorridos. La crítica que lleva implícita la novela de Yuri al mismo género al que pertenece nos lleva a la discusión, ética y estética, de cómo contar toda esta violencia de una manera distinta a como lo hacen los políticos. En este sentido, Gabriela Polit analiza los textos de Javier Valdez, un periodista de Sinaloa que prácticamente se ha inventado un nuevo género, a caballo entre la crónica y el cuento corto, para resolver esa “tensión entre la presión por informar y la necesidad de narrar”. Malayerba supone una apuesta valiente en un país, México, donde escribir según qué cosas puede costarte la vida. De su capital, un DF cada vez menos distrito federal y más “defiéndete”, nos llegan también los peculiares mandalas de Artemio Narro que se muestran en el portafolio que incluimos. Este polifacético artista asume que la realidad exterior se manifiesta en los detalles del interior, ya que ambos son indisolubles, y nos ofrece una suerte de misticismo bélico new-age inaudito.
Finalmente, el texto de Ómar Rincón analiza la narcotv, un grupo de telenovelas colombianas que no sólo apuestan por la estética narco sino que incluso dan la palabra a los narcotraficantes, para que sean ellos quienes cuenten su historia. Inspirada en un libro –El Cartel de los sapos, escrito por Andrés López desde una prisión de Estados Unidos–, El Cartel cuenta la historia del legendario Cartel del Norte del Valle y ha convertido a su autor, el “florecita”, en una celebridad latina con, no podía ser de otro modo, residencia en Miami. En México, la narcotv, como casi todo, se importa del vecino del norte. Quizás porque como afirma Juan Villoro, en México “Los Soprano es ya el reality show que ofrecen los vecinos”. Y es que la narcocultura mexicana es al mismo tiempo popular y clandestina. El ganador de 4 Grammys latinos, Ramón Ayala fue detenido en diciembre, junto con los músicos de su banda Los Bravos del Norte, acompañados de 24 sexoservidoras (eufemismo poético con el que se nombra a las prostitutas) acusados de complicidad con el crimen organizado por encontrarse en una fiesta organizada por uno de los grandes capos de la droga. Los músicos y las putas fueron los únicos detenidos, triste metáfora de la incapacidad policial de afrontar una guerra perdida de antemano.
La narcocultura se expande como el humo de la marihuana y aunque los medios de comunicación europeos y norteamericanos se esfuerzan en no poner cara a “nuestros” narcos, esta estética también amenaza con llevarnos por delante. Dos series exitosas como Weeds y la reciente Breaking Bad son protagonizadas por dos cuarentones de clase media que, debido a una viudez inesperada, en el primer caso, o a una enfermedad incurable en el segundo, dejan de lado su aburrida y esclavizante vida para llenarla de emociones entrando en el negocio de la droga. Ambas series, con bastante humor negro, ponen sobre la mesa la flagrante contradicción de una sociedad que permite un acceso lícito a todo tipo de armas capaces de poner en peligro el bienestar de una comunidad mientras deja en manos de los legisladores el acceso a unas plantas y sustancias de uso inmemorial.