Sólo el juez
EL juez, un hombre engreído e insensato, estaba preocupado por la falta de respeto que los habitantes de la ciudad le habían mostrado.
Encargó al carpintero que construyera una plataforma elevada, desde la que pudiera escuchar las declaraciones y dictar sentencia. Cuando la estructura estuvo terminada, invitó al Mullah Nasrudín, uno de los habitantes menos respetuosos de la ciudad, a que fuera a echar un vistazo.
—¡Todopoderoso Alá, salmodió el Mullah tirándose al suelo en la base de la tribuna, ha llegado tu humilde servidor!
—¿Estás loco?, farfulló el juez, yo no soy Dios.
—¡Perdóname, gran profeta!, se lamentó Nasrudín.
—Tampoco soy un profeta, vociferó el juez.
—Entonces, seguramente debes de ser un ángel, replicó Nasrudín.
Perdiendo la paciencia, el juez llamó a sus guardias.
—¡Llevaos a este hombre y encarceladlo hasta que recupere el juicio!
—Ah, dijo Nasrudín con un trono tan alto, no pude distinguirte al principio. Pero, viendo tu comportamiento, adivino que eres sólo el juez de la ciudad.