Leo estos días artículos y opiniones sobre las consecuencias que el encierro va a tener para nuestros hijos. Se queja la gente de que se ha pensado más en las mascotas que en nuestros hijos. Que los niños no son prioridad. Que se ha tomado un enfoque adultocéntrico para gestionar la crisis.
Ya. En estos momentos los niños no son prioridad. Las prioridades son eso: prioridades. En una situación como la actual, es de cajón que no se puede llegar a todo. Y nuestros hijos (los sanos, neurotípicos, sin discapacidad y en familias funcionales y funcionantes) no están en peligro. Ahora no, no son la prioridad. No pueden y no deben serlo. La prioridad son los mayores y las personas vulnerables, que son los que están en riesgo real de morir. A ellos hay que atender en este momento. Y los demás lo mejor que podemos hacer (nuestros hijos también) es no estorbar.
Si el virus se hubiera cebado con los niños (recordemos que los virus pueden ser bastante aleatorios), y en vez de tener quince mil muertos adultos tuviéramos quince mil ataúdes pequeñitos en fila en varias plantas de un párking (o de diez párkings), instalaríamos francotiradores en las azoteas para evitar que la gente saliera a la calle. Si fuera un Chérnobyl (las cifras son un poco esas), nos meteríamos en un búnker y allí nos quedaríamos los meses que hiciera falta. Si quince mil niños en nuestro país murieran sin el acompañamiento de su familia, con el único contacto físico del respirador y una mano enguantada de una persona bienintencionada, pero a la que no conocen, si el virus tuviera los mismos efectos en las guarderías que en las residencias de ancianos (imaginen: de veinte niños de una clase, en un mes se mueren tres. Pablito, Pedrín y Anita, por ejemplo, con su pañal, con su piel suavecita, con su bondad absoluta, con su no entender lo que está pasando, con sus familiares esperando en casa la llamada del médico para saber si su bebé de dos años está vivo o muerto, sin poder, ni siquiera acompañarlo en ese tránsito que, para los afectos y la vida compartida, es también final y miedo. Cambiemos dos años por ochenta). Como nuestros niños están a salvo del virus, nos permitimos, incluso, reclamar que se piense en ellos. El hecho es que miles, millones de niños, están decentemente atendidos en esta crisis. Los atendemos nosotros, que más allá del gobierno y los profes, somos los directos responsables de nuestros hijos.
Sobre mascotas vs. hijos neurotípicos: no hace falta un ejercicio de excepcional empatía para entender que, como padres, seguramente tenemos ya controlada de alguna manera la cuestión de las cacas de nuestros hijos. Como propietarios de mascotas, eso es bastante más complicado. No tengo perro, y muchas veces me escandalizo con los cuidados que se dedican a los mismos: cesáreas para parir cachorros de razas que hubieran debido extinguirse en un mundo donde millones de mujeres no tienen acceso a cesárea. Pero el sacar a los perros me parece, en este momento, un tema de salud, y también de ser consecuentes con la responsabilidad de tener un animal en casa, que mantengo, más allá de razas y lujos inútiles, una responsabilidad que hay que afrontar siempre y para toda la vida, como todas las responsabilidades que se adquieren con seres vivos (esto último, no se lo digan a las lentejas que plantamos el segundo día de cuarentena).
Y sí, el confinamiento pasará factura a nuestros hijos. Por supuesto que sí. Pero, si a estas alturas no hemos entendido que no podemos protegerlos de todo, que educarlos es también enseñarles que a veces la vida pasa factura, creo que como padres y madres no lo estamos haciendo del todo bien. Intentamos por todos los medios protegerlos, que ni sientan ni padezcan, que nunca el lodo de la vida les alcance. Es legítimo intentarlo. Es de deber, también, que aprendan que a veces la mierda nos alcanza a todos. Que la factura de este desastre la pagamos todos. Y que podemos considerarnos afortunados de vivir para contarlo. Que en una situación como esta, para proteger a nuestros mayores, a sus yayos, a las personas que, en muchos casos, los cuidan cada día, tienen que quedarse en casa. Punto. Y sí, si no lo entienden, tendrá que ser «porque lo digo yo, que soy tu madre». Como si tuviéramos algún control sobre la situación. Como si en casa reinara un enfoque adultocéntrico en este momento. Como si la prioridad, por una vez, no fueran ellos. Ya lo dicen los americanos: «fake it ‘till you make it». Como si controláramos y tuviéramos claro lo que hay que hacer.
Y con esto, que quede MUY CLARO, NO JUSTIFICO a los policías del visillo, de la nota en el rellano, de la pintada en el coche, que me parecen la cosa más horrible de esta situación, la delación hecha siglo XXI, esa España cainita que espera agazapada la menor oportunidad. Qué miedo, señores y señoras, qué miedo.
Por otro lado, no es verdad que los niños no son prioridad. No se considera prioritario dejarles salir a la calle. Mal que bien, tenemos miles de maestros y maestras que están haciendo de nuestros hijos su prioridad. Y en casa siempre han sido la prioridad, y lo siguen siendo. También para sus yayos son y siempre han sido prioridad. Pienso en todas esas personas ancianas que han querido y quieren a mi hija: en la monja con Parkinson que se pasó un verano (literal) tejiéndole unas bragas de ganchillo; en las señoras y señores de la parroquia que de vez en cuando le dan caramelos, que le dicen lo guapa y lo alta que es (como si ser alta o guapa fuera fruto del tesón individual, bien es verdad); en los yayos de sus compañeros de clase, que se apuntan su nombre para pronunciarlo bien; en las abuelas de sus amigos de natación, que rebuscan en las mochilas cuando nos olvidamos algo; en los curas salesianos que nunca se olvidan de saludarla, de dedicarle una palabra de cariño, de hacerla sentir en casa. Por ellos, amor, nosotras que podemos, nos tenemos que quedar en casa. Porque ellos y ellas lo valen.
Y la factura la pagaremos -la estamos pagando- , juntas. Y sí, puede ser que estemos dejando propina, que no haga realmente falta que estemos en casa, que estemos pagando errores de otros… pero yo, particularmente, siempre creo que es mejor hacer de más que de menos, y en ese principio intento también educara a mi hija: cumplir con lo que parece ser la única manera en la que podemos colaborar en este momento, que no quiere decir deponer el juicio crítico, ni rendirse, ni someterse, porque, como nos recuerda mucha gente, esto no es una guerra. Somos todos perdedores, en este momento, como sociedad, como sistema. Hemos fallado a nuestro mayores, y, sí, estamos fallando a nuestros hijos. Estamos -están- mucha gente intentando paliar ese fracaso, salvar los muebles de este naufragio. En este caso no está siendo «los niños primeros», porque los niños sanos, neurotípicos y en familias funcionantes, a Dios gracias, ya tienen chaleco salvavidas, adjudicado con una aleatoriedad de la que deberíamos -creo- ser más conscientes.
También os digo que, al paso que vamos con el home schooling, igual cuando vuelva al cole le tienen que volver a enseñar los colores y las frutas. El tema de la convivencia, en cambio, lo llevamos genial. Ayer dijo que para Reyes se pedirá una nueva familia. Una que salga más de casa, dice. Y que tenga jardín.