Navidades con dos cuentos infantiles (Hermann Hesse). Texto completo.

Publicado el 24 noviembre 2025 por Elcopoylarueca

NAVIDADES CON DOS CUENTOS INFANTILES

«… para Él todo es sentido».

Navidad, Andy Warhol, postal para Tiffany′s, h.1950.

La Navidad para mí es la mejor celebración que me regala el año. Lo es porque festeja el nacimiento del Hijo de Dios; y lo es porque es época de encuentros y de tertulias, porque es tiempo de regalos que transmutan su finalidad de complacencia. Los obsequios, las cosas materiales, que tan ansiosamente buscamos en esos días de afanes sin fin, transforman su utilidad en sentimientos, en imágenes de amor al prójimo.

Cada año, cuando llega el mes que lo despide, busco algún texto nuevo que añadir a la ya larga lista que atesora este blog sobre la Navidad. Este año he estado de suerte, pues me interesa revivir lo olvidado y esto suele ser tarea laboriosa. Pero, miren ustedes por dónde, esta vez la memoria me ha regalado información. Anoche recordé unas confidencias que leí hace años, gracias a un hallazgo fortuito.

Ángel, Andy Warhol, sin fecha.

Mi primera adquisición en una librería de viejo fueron dos libros de la Editorial Aguilar: las Obras Completas de Henrik Ibsen y las Obras Completas de Hermann Hesse. Pues, bien, en el primer tomo de las de Hesse hay una crónica familiar que incluye dos breves cuentecillos, de decir sencillo, que revelan la naturaleza de las Pascuas.

Navidades con dos cuentos infantiles hace explícita, con ese tono humanista e intimista que es característica evidente en la literatura de Hermann Hess, la relevancia de una celebración que es  manifestación de gratitud, de alegría, de solidaridad, de compasión, de perdón, de anhelos de renovación… y, también, cómo no, de melancolías.

Árbol de Navidad, Andy Warhol, postal para Tiffany′s, 1960.

En la breve narración de Hermann Hesse están presentes los elementos visuales del acontecimiento que hoy comento: el autor nos cuenta de su árbol, con sus lucecitas y velas, de los regalos ansiados, de la cena que seduce a paladares exigentes. Pero su pensamiento se nos muestra cuando las flores del búcaro inician el inevitable recorrido hacia lo desconocido, cuando las copas en las que bebieron los festejantes desprenden aromas de vinos que las ennoblecieron. Cuando el autor se queda consigo mismo, cuando el sueño intenta apropiarse de lo que por su mente ronda, es cuando lo oculto toma el control de esta confidencia que despabila nuestras sensaciones.

La narración que a continuación leerás, y que hoy es para muchos desconocida, fue redactada en la Navidad de 1950 y contiene, además de la evocación de unas Pascuas en el hogar del autor, dos brevísimas composiciones: una es el regalo que el nieto de Hermann Hess, de diez años, hizo a su abuelo —una carta— y la otra es un texto que Hermann Hesse hizo para su hermana en 1887, cuando él tenía la edad de su nieto.

En Navidades con dos cuentos infantiles, escrito testimonial que ilustro con algunas de las postales que Andy Warhol hizo para las campañas festivas de Tiffany′s (1956-1962) —los fondos de color los aporta el Copo y la Rueca—, lo fundamental sobre las Pascuas queda reflejado. Dice Hermann Hesse: «Donde Él esté presente, podrá soportarse también lo feo y lo aparentemente falto de sentido, pues para Él no están en ninguna parte separados la apariencia y el sentido, para Él todo es sentido».

Trineo con regalos, Andy Warhol, postal para Tiffany′s, 1959.

Amigos, los dejo curioseando el mundo íntimo de Hermann Hesse, Premio Nobel de Literatura de 1946. Amigos, celebrar las Pascuas no es, como nos quieren hacer creer, una obligación social. La Navidad no tiene que ver con el lenguaje de la publicidad, ni con las campañas agresivas de los centros comerciales, ni con las comilonas indigestas que organizan falsos profetas.

La Navidad es alianza entre el tiempo de la Esperanza, las emociones y las impresiones personales. La revelación del espíritu mágico de la Navidad depende de cada uno de nosotros: quien escuche su voz interior, y no las alaracas de los hilanderos de la cultura de la muerte, será bendecido. Dios es Amor; y en Amor y Paz, cada Navidad nos reencontraremos con nuestros seres queridos: los presentes y… los idos. ¡Oh, Dios, Bendito sea tu Nombre)! 

*

NAVIDADES CON DOS CUENTOS INFANTILES

Hada de Navidad, Andy Warhol, postal para Tiffany′s, 1954.

Al terminar nuestra humilde y tranquila fiesta de Nochebuena —todavía no eran las diez de la noche del 24 de diciembre—, estaba yo lo suficientemente cansado como para apetecer con alegría la noche y la cama, y sobre todo el que nos esperan ahora dos días enteros sin correo y sin periódico. Nuestra gran sala de estar, la llamada biblioteca, tenía un aspecto tan desordenado y de lucha como nuestro interior, aunque mucho más alegre a pesar de que sólo habíamos sido tres en celebrar la fiesta: señor, señora y cocinera; el pequeño árbol de Navidad, con las velas ya casi consumidas, el enredo de serpentinas y papeles de colores, de oro y de plata, y en las mesas las flores, los libros nuevos, apilados unos encima de otros, las pinturas, acuarelas, litografías, grabados en madera, pinturas infantiles y fotografías, que se apoyaban en los jarrones, unas rígidas y tiesas, otras cansadas y medio encorvadas, daban a la estancia un aspecto de superabundancia y animación inusitada y festiva, con algo de feria y algo de «cámara del tesoro», un hálito de vida y de disparate, de niñería y de juego.

A ello había que añadir la atmósfera, tan desordenada y redundantemente cargada de efluvios, donde se juntaban y mezclaban olores a resina, a cera, a quemado, a pastas, vino y flores. Además, como es propio de personas entradas en años, se acumulaban en la hora y en el espacio las imágenes, los sonidos y olores de muchas, muchísimas fiestas de años pasados; setenta y más veces me había vuelto a visitar la Navidad desde el primer gran acontecimiento, y si para mi mujer sumaban bastantes menos años y Navidades, en cambio, el sentimiento del país extraño, de la lejanía, la pérdida de la patria y del cobijo irrecuperable era aún mayor para ella que para mí.

Si ya en los últimos días fatigosos el regalar y empaquetar, el recibir regalos y el desempaquetar, el acordarse de compromisos verdaderos y de los falsos (que se vengan por una negligencia a menudo más inexorablemente que los verdaderos) y toda la agitación febril y precipitada de una Navidad en nuestros tiempos sin reposo, había sido difícil de vencer, así en este reencuentro con los años y las fiestas de muchos decenios la tarea era todavía más laboriosa, aunque por lo menos auténtica y llena de sentido, y las tareas auténticas y llenas de sentido tienen la virtud de no sólo exigir y consumir, sino también de ayudar y fortalecer. Máxime en una civilización disoluta, enferma por la carencia de sentido y moribunda, no existe para el individuo como para las comunidades otro remedio ni alimento, otra fuente de energías para seguir viviendo que el encuentro, con lo que, a pesar de todo, da sentido a nuestro ser y hacer y nos justifica.

Y al recordar las fiestas y correlaciones de toda una vida, al escuchar los sonidos y movimientos del alma hasta volver a la selva virgen multicolor de la infancia, al mirar en ojos amados que se apagaron mucho tiempo atrás, se nos patentiza cabalmente la existencia de un significado, de una unidad, de un centro secreto alrededor del cual hemos girado a lo largo de toda la vida, ora consciente, ora inconscientemente.

Desde las devotas fiestas de Navidad de la infancia, con su olor a cera y miel, en un mundo, al parecer, todavía sano, a salvo de la destrucción y que no creía en la posibilidad de tal destrucción, por encima de todas las transformaciones, crisis, conmociones y recapitulaciones de nuestra vida privada como de nuestra época, se ha conservado dentro de nosotros una esencia, un sentido, una gracia, no de algún dogma de las iglesias o de las ciencias, sino de la existencia de un centro, alrededor del cual puede también ordenarse siempre de nuevo una vida en peligro y conmoción, una fe de que Dios es alcanzable precisamente partiendo de esta esencia íntima de nuestro ser, una fe en la coincidencia de este centro con la presencia de Dios. Donde Él esté presente, podrá soportarse también lo feo y lo aparentemente falto de sentido, pues para Él no están en ninguna parte separados la apariencia y el sentido, para Él todo es sentido.

Natividad, Andy Warhol, postal para Tiffany′s, h. 1950.

El arbolito estaba ya desde hacía un buen rato apagado y un tanto apático encima de la mesa; la prosaica luz eléctrica estaba encendida como todas las noches, cuando ante las ventanas percibimos otra clase de claridad. El día había estado alternativamente despejado y encapotado, en las laderas de las montañas allende el valle del lago se estacionaban a ratos largas nubes blancas, estrechas y muy estiradas, todas a la misma altura; habían tenido trazas de ser fijas e inmóviles, y, sin embargo, cuantas veces uno volviera a mirar, había desaparecido o se habían transformado, y al caer la tarde parecía como si durante la noche nos fuéramos a quedar sin cielo y metidos en la niebla. Pero mientras estuvimos ocupados con nuestra fiesta, nuestro árbol y sus velas, nuestros regalos y los recuerdos que acudían cada vez más densos, habían sucedido muchas cosas allí fuera. Cuando nos percatamos de ello y apagamos la luz de nuestra habitación, vimos extendido en el gran silencio un mundo sobremanera hermoso y misterioso.

El estrecho valle a nuestros pies estaba repleto de niebla sobre cuya superficie jugaba una luz pálida, pero intensa. Por encima de esa masa de niebla se elevaban las colinas y montañas nevadas, todas ellas bañadas por la misma luz uniforme, repartida, pero intensa, y sobre las blancas laderas se veían por doquier los árboles y bosques desnudos y las formaciones de rocas libres de nieve como letras garabateadas con pluma fina, mudos jeroglíficos y arabescos que callaban muchas cosas. En lo alto, encima de todo ello, ondeaba un imponente cielo, blanco y opalino, con un enjambre de nubes clareadas por la luz del plenilunio; su ondular era inquieto y estaba también presidido por la claridad de la luna, que se escondía y reaparecía entre los velos en constante disolución y condensación, y cada vez que conquistaba un pedazo de cielo libre, la veíamos rodeada de un arco iris lunar, irisado y fresco como un hada, y cuya brillante y fluida sucesión de colores se repetía en los bordes de las nubes traslúcidas. Como de perlas y leche manaba y chispeaba la deliciosa luz por el cielo, reflejándose más débilmente abajo en la niebla, aumentando y decreciendo como en viviente respiración.

Antes de acostarme, la lámpara estaba de nuevo encendida; eché otra mirada sobre la mesa de los regalos y como los niños que en Nochebuena se llevan algunos de sus regalos al cuarto de dormir y si es posible a la cama, también me llevé algo para tenerlo un poco conmigo y contemplarlo. Eran los regalos de mis nietos: de Sibila, la más pequeña, una gamuza para quitar el polvo; de Simeli, un dibujito, una casa campesina con el cielo estrellado encima; de Cristina, dos ilustraciones en colores para mi cuento del lobo; un cuadro vigorosamente trazado de Eva, y de su hermano, de diez años, una carta, escrita con la máquina de su padre. Me llevé las cosas a mi despacho, donde volví a leer la carta de Silver, luego la dejé allí y, luchando con el pesado sueño, subí a mi dormitorio. Allí, en cambio, durante un largo rato no pude conciliar aún el sueño; los sucesos e imágenes de la velada me mantenían despierto, y las series de imaginaciones, imposibles de evitar, terminaban siempre con la carta de mi nieto, que decía así:

Navidad, Andy Warhol, postal para Tiffany′s.

«Querido Nono: Ahora te quiero escribir una pequeña historia. Dice así: ′Para el buen Dios′. Pablo era un muchacho devoto. En el colegio yo había oído mucho del buen Dios. Él también quería regalarle ahora alguna cosa. Pablo repasó todos sus juguetes, pero nada le gustaba. Entonces vino el cumpleaños de Pablo. Recibió muchos juguetes y regalos, entre ellos vio un táler. Entonces exclamó: ′Se lo regalo al buen Dios′. Pablo dijo: ′Saldré al campo, allí tengo un hermoso sitio, allí lo verá el buen Dios y se lo llevará′. Pablo salió al campo. Pero cuando Pablo estaba en el campo, vio a una viejecita que se tenía que apoyar. Se puso triste y le dio el táler. Pablo dijo: ′En realidad era para el buen Dios′. Muchos abrazos de Silver Hesse».

Aquella noche no logré precisar el recuerdo que me insinuaba el cuento de mi nieto. Sólo al día siguiente se presentó por sí solo. Me acordé de que en mi infancia, a la misma edad que tenía ahora mi nieto, había escrito también un cuento para regalárselo a mi hermana menor en el día de su cumpleaños; fue, además de algunos versos de muchacho, la única composición, más bien el único ensayo poético de mi infancia que se ha conservado. Yo mismo, durante muchos decenios no conservé recuerdo alguno de él, pero hace algunos años, no sé por qué motivo, volvió este ensayo infantil a mis manos, probablemente gracias a una de mis hermanas. Y a pesar de que sólo pude recordarlo vagamente, me pareció que tenía algún parecido o parentesco con el cuento que mi nieto compuso para mí, más de sesenta años después. Mas aun cuando sabía con certeza que mi cuento infantil estaba en mi poder, ¿cómo hallarlo?

Por todas partes cajones embutidos de papeles, carpetas atadas en fardos y montones de cartas con letreros que ya no correspondían al contenido, o eran ya ilegibles, en todas partes papel escrito o impreso años y decenios antes, conservado porque no se había tenido valor para tirarlo, conservado por respeto, por escrupulosidad, por falta de energía y decisión, por atribuir un valor excesivo a cosas escritas que alguna vez pudieran servir de «material valioso» para unos trabajos nuevos, conservado y metido en un féretro, como viejas señoras solitarias conservan cajones y buhardillas llenos de cajas y cajitas con cartas, flores disecadas, mechones de pelo de niño. Un sinfín de cosas se acumulan, aun cuando durante el año se quemen quintales de papel, alrededor de un literato de edad avanzada que sólo raras veces ha cambiado de domicilio.

Mas me había aferrado al deseo de volver a encontrar aquel cuento, aunque fuera sólo para compararlo con el del colega Silver de la misma edad, o acaso para copiarlo y mandárselo como regalo recíproco. Me afané, estuve atosigando a mi mujer todo el día, y en efecto, por fin lo hallé en el lugar más inverosímil. El cuento fue escrito en el año 1887 en Calw, y reza así:

LOS DOS HERMANOS
(Para Manuela)

Erase una vez un padre que tenía dos hijos. El uno era hermoso y fuerte, el otro pequeño y contrahecho; por ello despreciaba el grande al pequeño. Esto no le gustaba nada al menor y decidió emigrar lejos e ir por el mundo. Cuando hubo caminado un trecho, se cruzó con un carretero, y al preguntarle dónde iba con su carro, le contestó el carretero que tenía que llevar a los enanos sus tesoros a una montaña de cristal. El pequeño le preguntó cuál era la recompensa. La contestación fue que en pago recibía algunos diamantes. Entonces el pequeño tuvo ganas de ir también a dónde estaban los enanos. Por eso preguntó al carretero si creía que los enanos le admitirían. El carretero dijo que no lo sabía, pero llevó al pequeño consigo. Por fin llegaron al monte de cristal, y el guardián de los enanos recompensó ricamente al carretero por su molestia y lo despidió. Entonces se lo dijo todo. Los enanitos le admitieron de buena gana y llevó desde entonces una vida espléndida.

Ahora veamos lo que pasó con el otro hermano. Este, durante mucho tiempo lo pasó muy bien en casa. Pero cuando se hizo mayor, tuvo que ser soldado e irse a la guerra. Fue herido en el brazo derecho y tuvo que pedir limosna. Así llegó el pobre también una vez a la montaña de cristal y vio allí a un hombre contrahecho, pero no sospechaba que fuera su hermano. Mas este le reconoció enseguida y le preguntó qué era lo que deseaba.

—¡Oh!, señor, estaré agradecido si me das una corteza de pan, que tengo mucha hambre.

—Ven conmigo —dijo el pequeño.

Y entró en la cueva cuyas paredes refulgían de diamantes puros.

—Puedes tomar un puñado de ellos si eres capaz de desprender las piedras sin ayuda —dijo el contrahecho.

El mendigo intentó con su mano sana desprender algo de la roca de diamantes, pero naturalmente no le fue posible. Entonces dijo el pequeño:

—Tal vez tengas un hermano, te permito que él te ayude.

El mendigo rompió en llanto y dijo:

—Ciertamente, tenía antaño un hermano, pequeño y contrahecho como usted, y tan bueno y amable, él seguramente me habría ayudado, pero yo le eché inhumanamente de mi lado, y hace ya mucho tiempo que no sé nada de él.

Entonces dijo el pequeño:

—Pues yo soy tu pequeño. No sufrirás más privaciones, quédate conmigo.

Que entre mi cuento y el de mi nieto y colega existe un parecido o parentesco no es seguramente ningún error de apreciación del abuelo. Un psicólogo vulgar acaso interpretaría los dos ensayos infantiles de este modo: cada uno de los dos narradores habrá de ser identificado con el héroe de su cuento, y tanto el piadoso muchacho Pablo como el pequeño contrahecho se inventan un doble cumplimiento de su deseo, o sea, en primer lugar, recibir una cantidad masiva de regalos, sean juguetes y libros o toda una montaña de piedras preciosas y una vida regalada con los enanitos, o sea, con sus semejantes, lejos de los mayores, adultos, normales. Más allá de ello, empero, se atribuye cada uno de los narradores de cuentos poéticamente una gloria moral, una corona de virtudes, pues compasivamente da su tesoro al pobre (lo que en realidad no habrían hecho ni el «viejo» de diez años ni el mozuelo de diez años).

Será cierto así, no quiero hacer objeciones. Pero también me parece que el cumplimiento del deseo se realiza en la región de lo imaginario y del juego, por lo menos de mí mismo puedo decir que a la edad de diez años no era ni capitalista ni comerciante en joyas, y que con seguridad aún no había visto nunca a sabiendas un diamante. En cambio, ya conocía algunos cuentos de Grimm, y tal vez también a Aladino y su lámpara maravillosa, y la montaña de piedras preciosas era para el niño menos la representación de riqueza que un sueño de inaudita belleza y poder mágico. Y singular me pareció también que en mi cuento no aparezca ningún «buen Dios», a pesar de que en mí hubiera sido probablemente más natural y más real la alusión que en mi nieto, que sólo «en el colegio» había llegado a tener curiosidad por Él.

Lástima que la vida sea tan corta y esté tan sobrecargada de obligaciones y tareas de actualidad, aparentemente importantes e indispensables; a veces, por la mañana, no se atreve uno a levantarse de la cama porque sabe que la gran mesa de despacho está todavía colmada de asuntos sin despachar y que durante el día el correo los duplicará encima.

Si no, aún se podría hacer algún que otro juego divertido de meditación con los dos manuscritos infantiles. A mí, por ejemplo, nada me parecería más interesante que una investigación comparativa del estilo y de la sintaxis en los dos ensayos. Pero para juegos tan atractivos no es nuestra vida lo bastante larga. Al fin y al cabo no estaría tampoco indicado perturbar tal vez el desarrollo del sesenta y tres años menor de los dos autores por medio del análisis y la crítica. Pues él, el menor, según las circunstancias, puede llegar todavía a ser alguien, pero no así el viejo.

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