A mi padre le encantaba la Navidad, sobre todo los polvorones y mantecados. Atacaba la bandeja de los dulces a primeros de diciembre. El veinticuatro ya no quedaban ni las peladillas. Metía los envoltorios de los polvorones en los bolsillos de su batín y, cuando mi madre los descubría arrugados y aquéllos llenos de migas y grasa, la armaba.
Recuerdo una grabación en la que mi padre preguntaba a mi madre por qué había guardado la bandeja en el mueble del salón, ya que el turrón de Jijona se había derretido. Tengo que descubrir qué ha sido de esa cinta.
Ni siquiera recuerdo mejores navidades que las de mi niñez, ya que ni las vividas cuando he sido madre han sido tan bonitas.
En casa de mis abuelos maternos nos reuníamos primos y tíos. No había tantas " delicatessen" en la mesa como ahora, pero estaba la familia unida y era suficiente. Jugábamos grandes y pequeños a las cartas y al bingo al abrigo del calor de la familia que reía. Comíamos las uvas, (recuerdo las míticas empanadillas de Encarna de Martes y trece y a mi tío morirse de risa) y el 1 de enero despertábamos juntos porque mis primos y tíos se quedaban a dormir repartidos en dos casas de cincuenta metros cuadrados. Despertábamos y tomábamos chocolate con bizcochos de soletilla. Luego veíamos competiciones de saltos de esquí en la tele en blanco y negro, el circo y la peli que tocase.
Recuerdo una comida del 1 de enero en que mi madre hizo una paella verde porque olvidó cocer las alcachofas antes de añadirlas y cómo se enfadó por la pinta que tenía, con lo buena cocinera que era ella. Anécdotas que llenan el corazón de sonrisas.
Muy pocas Navidades posteriores han sido parecidas, pese a celebrarla con muchas personas alrededor de la mesa. Quizás Navidad y Reyes hayan sido similares, al ver a mis nenas con carita ilusionada abriendo regalos, pero aún recuerdo con más congoja el día en que al fin los Reyes Magos me regalaron la Nancy.
Todos renegamos ahora de la Navidad. Tenemos nécoras, percebes, bueyes de mar y hasta angulas en la mesa, pero el espíritu navideño se perdió, envuelto en lo comercial. Tras las bolas del árbol iluminado, un esqueleto de tristeza, rutina e hipocresía yace recordando al fantasma de las navidades pasadas.
Me apetecería celebrar algún día una Navidad real, como las de antaño, con amigos de verdad, menos " delicatessen" en la mesa y más calor.