El príncipe Juan nunca aprendió a nadar. Clases particulares de refuerzo, pócimas y conjuros, velas y rosarios, novenas y profesores particulares tampoco lo consiguieron. Cuando la bella se acercaba al estanque y las demás ranas empezaban a dar saltos de alegría, él se agazapaba en su nenúfar, muerto de miedo.