Cochabamba, vista del nevado Tunari (mi cámara es una desgracia)
Por fin, ocurrió lo que estaba esperando con ansias, semanas ha. Entre tantos ventisqueros y amagos de lluvia que ya me sonaban a letanías, me reía en los aleteos del invierno cachorro. Me gusta el frio pero sin un nítido y aguerrido contraste, las montañas son monstruos amorfos a lo lejos. Ya ni me molestaba en dirigir los ojos cada mañana a la cordillera cual melancólico ritual. Mi tiempo desespera y va a morir de bruces contra sus crestas inexpresivas. La estupidez humana esculpida en muros de ladrillo hiere mi mirada. Muy pocos árboles en el trayecto de mi panorama que alienten siquiera el esfuerzo. Día tras día el mismo acontecer, esclavos de la monotonía, castigados por los bostezos de la naturaleza rebelde. Hasta que, finalmente, la mañana del sábado, el espinazo tortuoso del viejo Tunari amaneció cubierto de verdadera nieve. Y esta iba a durar más que dos días.
Ninguna nevada que se respete llega sin más, sin presentar sus credenciales de visita. El viernes por la noche, el cielo cochabambino se encapotó, trayendo ráfagas de viento humedecido. El árbol de pacay de los vecinos se agitaba como un espectro en medio de la oscuridad. Las luces anaranjadas de los postes de la avenida lucían opacadas y somnolientas, sesgadas por los finos hilos de la lluvia. El característico chirrido de las llantas sobre el asfalto mojado es un festín cuando se oye a saludable distancia. Llovía, no tan decididamente, pero llovía. Y caía un frio demoledor que espantó a los guitarreros de púa gorda e insolvente barbita que se reúnen cada viernes, tres casas adelante al son de su botella de ron. Descansé de su insufrible repertorio de cuervos callejeros y me refugié presuroso entre las sábanas heladas. Hecho un ovillo, la espera para entrar en calor se me hizo eterna. Dormí como una piedra, de punta a punta, como un infante despreocupado.
Desperté algo tarde, contra mi costumbre. El cielo, tímidamente pugnaba por liberarse de las nubes. No presentaba niebla pero había tal quietud y pureza en el ambiente que mi olfato me señaló el camino rumbo al oeste: nuestra máxima cumbre lucía sus mejores galas del año, no tan gallarda como el Illimani pero ahí estaba, naturalmente señorial. Y me hizo evocar inmediatamente el himno del Aurora: “celeste por su gran cielo y blanco por su Tunari”. El nevazo fue tan limpio, tan de buen augurio, que un día después el equipo se salvó del descenso directo en el último partido, a las seis de la tarde, con un sol crepuscular arrojando sus últimos destellos sobre el níveo manto de la montaña al lado, convertida en un raro prisma multicolor que presagiaba un nuevo amanecer. Cántico al alba, como en los primeros tiempos fundacionales del club.
Leo que la cerveza peruana Cordillera se largó del país. Difícil es competir contra la chicha y sus económicas borracheras. Díganselo a los cochabambinos que son unos toneles andantes e hinchas a morir de la Taquiña aunque sea una amarga meada de burro. Pensaron que contratando a Los Kjarkas para sus posters de promoción le iban a arrebatar los clientes a la birra local. Mala jugada apostar por los mercenarios del folclore boliviano, más prostituidos que una quena lamida por mil bocas. No contentos con brindarnos año tras año sus imponentes graznidos, al mando del Pavo-rotti valluno, siempre están listos para invocar el costumbrismo barato como orgullo regional: “¡llajuita, quirquiña y una sabrosa Taquiña!”, soltaban a los cuatro vientos sus eructos musicales después de haberse zampado un pique macho. Tan orgullosos de su tierra se dicen que, en poco tiempo, se fueron a alquilar sus graznidos a la otra “rubia bien fría” por unos verdes morlacos. Y eso que están forrados como para jubilarse de los escenarios, resultado de sus innumerables giras de despedida y el penúltimo disco vomitado en edición especial de sus grandes hits.
Perdonen la sentida indignación, pero es que me da coraje ver a tanto presentador engominado y mamacitas de escaso cacumen, restregarnos su nombre en todo momento como lo más excelso del folclore nacional. Tanto, que siento ganas irrefrenables de buscar el viejo máuser del abuelo y pegarle un tiro a la pantalla. Nadie quiere enterarse que hay vida más allá de la alargada sombra de sus ponchos inmaculados, más falsos que guarapo de uva pasa. A la mierda con los “embajadores del folclore boliviano” y su perniciosa influencia más allá de las fronteras. Su infame brillo de oro falso se lleva todo el crédito de “música andina” o “boliviana”, especialmente en Japón y otros sitios donde no están acostumbrados a abrir bien los ojos. Me mira una japonesa y me siento horizonte, escribía un humorista exiliado.
Buscaba la ocasión perfecta para hablar de mi más grande pasión musical, fronteras adentro. Del otro lado del disco hay música bien boliviana aunque no lo parezca. Joyas que dormían más de medio siglo en los recovecos del olvido y que gracias a músicos acuciosos ven de nuevo la luz. Nevó como los dioses mandan y aproveché la ocasión para regocijarme de puro gusto oyendo esas tubas, mandolinas y violines que despertaron las notas congeladas de los maestros de antaño. “Fox-trot andino”, rebautizó su creador a esta extraña fusión de música incaica con ritmos internacionales. Música de maestros para ojos bien cerrados y oídos bien abiertos. Si ustedes no comparten mi afición ni mis gustos, a mí qué me importa. Mucho mejor, así me lo guardo todo para mí, y a otra cosa, mariposa.
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-“Nevando está” (versión fox-trot). No me pregunten por qué me fascina tanto porque ni yo mismo lo sé. Desearía que me entierren con ella, pero no se lo digan a nadie.
-La misma canción en versión rock and roll: diría que Ennio Morricone se birló para su banda sonora de una peli de Sergio Leone.
Bonus: otras joyas de la misma orquesta que siempre recomendaría a un amigo extranjero. Se ruega pasar la voz.-“Boquerón abandonado”, oírla me hace recordar las historias de mi tío abuelo Federico, rememorando las terribles vivencias de los combatientes de la Guerra del Chaco.
-Dos cuecas sublimes: “Carandaití” y “Noche tempestuosa”, vividas con tanto dolor por esos mismos soldados que es imperativo sólo oírlas, nunca bailarlas, por puro respeto.