Never Ever Land

Publicado el 14 mayo 2010 por Rizosa
Si Evangeline Lilly pudiese sentarse ahora mismo a mi lado a charlar conmigo, seguramente me diría que soy una tonta por estar triste. Le daría un buche al biofrutas y me diría que han sido años de duros rodajes, de estar lejos de casa, de pasar frío y pasar calor, y que ya era hora de terminar y coger el camino de vuelta a la vida real... a su vida.
Lo que Evangeline no sabe es que a su lado nosotros también estábamos fuera de casa. Vale que no durante años, pero sí durante esas preciosas horas que duraba la serie cada semana. Nosotros, millones de telespectadores de todas partes del Mundo, nos pusimos de acuerdo por una vez en algo y nos dejamos llevar por la magia de la Isla. Por el sonido de los susurros,  por la mirada profunda y madura de Sayid, por la risa de Claire, por el subidón que nos daba al cantar a gritos el You All, Everybody.
Mientras la serie inundaba de aventuras nuestro salón, nosotros dejábamos de ser simples mortales con preocupaciones banales y un trabajo aburrido y nos convertíamos en Peter Pan de nuevo. Habíamos vuelto a nuestra isla de Nunca Jamás, donde vivíamos mil desventuras jugando a los náufragos y donde el Capitán Garfio tenía el logo de Dharma en su barco y temía a un cocodrilo radioactivo que hacía tic, tac, tic, tac cada 108 minutos.
En nuestro país de Nunca Jamás todo era especial: la amistad y la inocencia volvían a tener importancia y llorábamos de felicidad al igual que Hugo Reyes cuando nos reencontrábamos con algún camarada perdido. Aprendíamos a valorar lo que de verdad importa escribiendo nuestro propio Top Five y soltando alguna que otra lagrimilla de emoción.  El amor, eso que algunos de nosotros nos hemos pasado la vida tratando de encontrar, se mostraba en la Isla de una forma completamente pura e inmortal de la mano de Jin y Sun.  La Justicia, la gran olvidada en este mundo frívolo que se mueve por conveniencias, retomaba sentido de la mano de Jack y su forma de encontrar siempre el camino correcto... convirtiéndonos a todos en mejor persona, aunque fuese un poquito. Con Sawyer, el eterno rebelde, nos acordamos de aquel Niño Perdido que de tan perdido se negaba a mostrar sus sentimientos por miedo al cariño, al rechazo, y nos enternecíamos al ver cómo su corazoncito se ablandaba día a día. Como el nuestro.
Y lo mejor de todo era que en la Isla aprendíamos a volver a ser niños y creer: creer en la magia de las cosas que nos rodean, en ese aspecto sobrenatural de todo lo que nos muestran gris e inerte. De la mano de Locke estuvimos siempre alerta y con los ojos bien abiertos esperando señales, buscando secretos, teniendo fe. Lloramos cuando nos creíamos perdidos y nos llenábamos de júbilo cuando Campanilla movía sus alitas y nos chivaba dónde se esconde la Cabaña de Jacob entre risas cantarinas.
Era más que una serie, Pecas. LOST es el pasaporte hacia nuestra infancia.
Y ahora que todo se acaba, que la semana que viene se emitirán los dos últimos capítulos y que Wendy no nos volverá a coger de la mano cada noche para llevarnos volando hasta Nunca jamás, no nos quedará otra que quitarnos el sombrerito con la pluma y resignarnos a crecer.
Pero de una cosa estoy segura: no habrá otra serie como ésta. A pesar de los giros argumentales imposibles, de los fallos de guión, de este final quizá un poco más acelerado de lo normal para mi gusto... nadie ni nada conseguirá hacerme correr tras mi sombra otra vez y volver a sentir esa complicidad tan especial con los que, como yo, repetíamos con emoción "no quiero dejar de ser un niño" cuando en nuestras pantallas aparecía eso de Previously, on LOST cada noche de emisión.
  Never Ever Land