Ni una sola palabra de amor

Publicado el 05 agosto 2013 por Durruti

Toda la vida mendigando amor para obtener esto: una pequeña serie de afectos indiscriminados que pierden el sentido cuando te das cuenta de que todo ese amor fingido sólo sirve para autoengañarse y obtener así una ensoñación que, como un velo, cubra todas las vergüenzas del carácter. Ese orgullo malsano que confunde respeto con miedo y violencia con cariño sólo nos llena de hiel. Todas las mañanas frotándonos el cuerpo con fuerza, eliminando cualquier resto espúreo de la noche anterior, pero la hiel nos trastorna y cuando queremos dar los buenos días, sólo escupimos hiel. No hay fuerza humana que nos detenga. Noches enteras vomitando, luchando contra nuestros mundos interiores, contra ese deseo patológico de devastación, contra el devenir incontrolable de los acontecimientos que giran sin nuestro consentimiento y se proyectan a través de nuestra perturbación hacia el espacio lejano. En ese espacio se encuentran las otras personas, que también sufren de soledad y de vacio cósmico. Uno intenta acercarse a ellas, expiar los pecados con arrepentimiento, y no obtiene más que hiel. Fría y ácida hiel que descompone los sentimientos dejando un rastro de violencia y pánico reflejado en las pupilas dilatadas, en el vientre encogido y en los hombros tiesos, rasgos todos de estos autómatas de nueva era que confunden una noche de amor desesperada con una intoxicación por silicatos. Es eso lo que se espera de nosotros. Una lucha febril por la libertad de estar donde se supone que se debe estar. Pero ni eso nos dejan. Ya no basta con estar. Hay que ser: ser responsable, ser pacífico, ser civilizado, ser cobarde, ser conformista, ser acaudalado, ser buen esposo y padre y un hombre de provecho, ser, ser, ser pero sobre todo tener: tener agallas para pisar sobre los débiles, tener prisa por vivir y gastar, tener una cuenta corriente, y un seguro del hogar, tener ganas de luchar constantemente, de mantenerse inflexible con esa confortable máscara de seguridad que esconde una terrible falta de autoestima. Tener, tener, tener.


Y cuando ya estás donde debes estar, eres lo que se supone que debes ser y tienes todos los tipos de comodidades de clase media low cost que se supone debes tener, aparece como un premio el amor. Quién no se iba a enamorar de un hombre así, con ese porte del Corte Inglés, esa dicción de Moratalaz, esa seguridad de espalda plateada sin competencia, ese reloj de dosmil euros y ese ansia sexual producida por variadas toxinas farmacológicas.
Es el desafío de la raza. La nueva raza de hombres libres, punto culminante de millones de años de evolución natural. Es el momento adecuado, los astros están correctamente alineados. Todo el programa ha sido ejecutado conforme a los protocolos estándar de satisfacción personal. La felicidad finalmente debe brotar y con su impulso expulsar la hiel convirtiendo nuestro cuerpo en una cornucopia donde las mieses del triunfo se mezclen con el rugido del Audi TT que se retuerce en el garaje.
Pero entonces se produce un desbarajuste. Algo que no estaba previsto y de lo que nadie te había avisado. En ese trayecto vital por el neocapitalismo consumista hemos acumulado mucho, tanto que nos permite ejercer el poder sobre nuestros semejantes e imponer nuestra voluntad. Hemos llegado alto en esta jerarquía de primates pero hemos olvidado algo importante. Por el camino se nos olvidó amar. Nadie nos dijo que se hubiera de aprender. Creíamos que el amor se robaba, se compraba o se mendigaba, pero nunca pensamos que hubiera de construirse o aprenderse y mucho menos que se pudiera olvidar. Pero así ha sido y sin darnos cuenta nuestros hijos son activos de futuro con probabilidades de inversión, nuestra mujer un trofeo que pulimos todas las noches antes de sacarlo a pasear y el número de queridas se mide por la cantidad de pisos que podemos tener en alquiler sin conocimiento de la legítima. La intimidad se convierte en un baile de máscaras del que sólo extraemos indicios de afectos entre las sábanas. La avaricia y el desprecio son los nuevos rasgos de carácter, nuestros rasgos distintivos. Es la hiel que no nos la quitamos de encima aunque nos cubramos de Luis Vuitton y de Cartier. Esta vez surge en forma de voluntad de poder. El mundo es una cosa que podemos poseer. Eso es el amor la posesión. Hemos llegado a la ecuación final. Esa hiel molesta sólo es un síntoma prescindible gracias a la cantidad de estímulos positivos que recibimos al cabo del día. Y cuando no es suficiente la química y el sexo nos reprimen de caer en el vacío cósmico que a diario se abre sobre nuestros pies.

Es un pensamiento común creer que la religión nace del miedo. La muerte y el dolor son realidades demasiado insoportables como para hacerles frente. La ignorancia respecto a los fenómenos naturales también es una de las causas aducidas para su existencia. Pero yo creo que la religión surge como expresión de amor. Es la base del catolicismo y seguramente de todas las otras. El nivel de degradación al que han llevado las iglesias el fenómeno religioso es una muestra de la degeneración de la afectividad que ha producido esta crisis de amor que nos confunde con nuestras coordenadas vitales: ser, estar y poseer. El hombre virtual se ha hecho tridimensional y campa a sus anchas por el mundo plano. Los conceptos de amor universal, fraternidad, comunión y paz espiritual han quedado arrinconados en la parapsicología y las ciencias new age. De esta negación surge la crisis y cada una de las experiencias personales que se derivan de ella. Sólo hay que ver cómo está el mundo para entender que no llevamos el camino correcto.

Esta crisis que nos golpea no es sólo una crisis financiera, o política o sistémica, ni siquiera una crisis de valores. Es una crisis de amor. Un proceso fisiológico, una forma elevada de conocimiento y comunicación sutil con el mundo creada durante millones de años de evolución ha devenido un mecanismo de control del deseo que es lo más parecido al sueño húmedo de cualquier totalitarista contemporáneo. Pero el amor no se compra, ni se vende, ni se obliga. El amor surge de una mente limpia y un corazón amable. No es el mundo de Amelie ni ninguna otra pusilánime fantasía sentimentalista. No es el arrebato ciego que enturbia y desfallece. Ni el patético aullido nocturno del enamorado obsesionado con su objeto de amor imposible. Cómo veis lo defino en negativo, por lo que no es, porque yo tampoco estoy seguro de saber lo que es.


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