Cuentan que en el Petrogrado posterior a la revolución, se podía ver a un hombre negro que recorría las calles vestido con un ajado uniforme del ejército imperial. El hombre había sido sirviente de Alejandro III y guardaespaldas del zar Nicolás II, junto a otros tres "negros gigantescos" a los que en la corte se referían como "etíopes". El trabajo de estos guardaespaldas no consistía más que en abrir y cerrar puertas, e indicar, con su silenciosa entrada en una estancia, que una de sus majestades imperiales estaba a punto de llegar. Poco se sabe de Jim Hercules, pero es seguro que no era de Etiopía. Parece ser que veraneaba en América, y de ahí, según cuenta Anna Vyrubova, amiga de la zarina, traía mermelada de guayaba para regalársela a los hijos del zar. Según algunas fuentes, Jim era orginario de algún estado del sur de los EEUU, mientras que otras, basándose en el detalle de la mermelada, apuntan a un origen afrocaribeño. Existen páginas web y foros dedicados en exclusiva a Hercules, y ha llegado a escribirse una obra de teatro basada en el personaje: Hercules in Russia. Su rastro se pierde por completo en las calles de Petrogrado y en las páginas de la historia.
Se me antoja que toda revolución, y en especial la rusa, podría compararse con un repentino viaje a otro planeta. Los paisajes, los hábitos diarios, la forma de hablar, y todo aquello que, más que formar parte de nuestra vida, constituía nuestra propia vida, desaparece por completo, y cualquier vestigio de su existencia parece tan irreal como un sueño. Así, el destino de Jim Hercules deambulando por Petrogrado en su raído uniforme puede parecernos casi surrealista, pero no es tan distinto del de Nicolás II, ayer dueño del mayor imperio de la tierra, mañana asesinado en un sótano; del de Maria Rasputín, a quien ya mencionamos aquí, y que acabó trabajando en el circo; del de Iósif Vissariónovich Djugashvili, que pasó de seminarista a bandolero, hasta llegar a ser uno de los mayores genocidas de la historia, y del de tantos y tantos otros personajes históricos o insignificantes.
El asesinato de Nicolás II se convirtió en el bautismo de sangre de la revolución bolchevique. Como consecuencia de ello y de los incustionables y graves errores de su reinado, para muchos, el último zar pasó a la historia como un auténtico déspota, cruel y sanguinario al tiempo que indeciso y manipulable. Massie nos ofrece una visión bastante más amable del zar, y señala la paradoja de que los grandes líderes políticos de la historia rusa, desde Iván el Terrible hasta Stalin, pasando por Pedro el Grande, han sido aquéllos que emplearon contra su pueblo la violencia más extrema. Por su parte, Alejandro II, el "zar bueno", abuelo de Nicolás, acabó con las tripas fuera, víctima de una bomba, y el propio Nicolás, hombre discreto, buen marido y padre de familia, terminó sus días en un sótano en Siberia.
Sin embargo, Nicolás y Alejandra, como podéis imaginar por el título, no es una historia de la revolución, sino de sus víctimas más insignes. A la edad de 26 años, cuando fue coronado, Nicolás no estaba preparado para ser zar. Creció a la sombra de un padre dominante, rudo y fuerte como un oso, que había emprendido su reinado con un ánimo muy diferente al de su propio padre, Alejandro II. Recordemos que fue este zar el que acabó con la servidumbre de la gleba, algo que no evitó su brutal asesinato, como hemos señalado más arriba. Su hijo, Alejandro III, padre de Nicolás, se comprometió desde el primer momento a gobernar "con fe en el poder y en el derecho de la autocracia". Y es que por muy mal que nos suene hoy, el concepto de autocracia era tan sagrado e incuestionable para el zarismo como podría serlo hoy la Constitución para nuestros políticos.
Naturalmente, una parte del pueblo no pensaba igual, y de hecho, parecía que el destino deparaba a Alejandro III el mismo final que a su padre. Así, en la primavera de 1887 fueron arrestados en San Petersburgo cinco estudiantes que llevaban una bomba algo chapucera dentro de un diccionario de medicina hueco. La bomba había sido preparada para acabar con la vida del zar. Los estudiantes fueron ahorcados, y entre ellos estaba el hermano del hombre que un día se tomaría cumplida venganza: Vladimir Ilych Ulyanov, más conocido, idolatrado y denostado como Lenin. El atentado, pues, fracasó, y Alejandro III murió, a la temprana edad de 49 años, por una enfermedad.
Fue la relativamente repentina enfermedad de Alejandro lo que propició la boda de Nicolás con Victoria Alicia Elena Luisa Beatriz, prince de Hesse-Darmstadt, que adoptaría el nombre de Alejandra al convertirse a la religión ortodoxa. Nicolás estaba profundamente enamorado de la princesa, y había declarado que preferiría meterse monje antes que casarse con Margarita de Prusia, una de las candidatas que se le habían propuesto. Alejandro y su esposa Marie no veían con buenos ojos la unión de su hijo con la casa real alemana, pero finalmente las circunstancias de estado les forzarían a aceptarla. A las puertas de la muerte, Alejandro, preocupado por su legado y por la falta de experiencia de Nicolás, decidió que por lo menos podía proporcionar cierta estabilidad a la corona mediante el matrimonio del futuro zar.
Hasta ese momento, y mientras las circunstancias se lo permitieron, Nicolás se había dedicado a vivir la vida. Era oficial del ejército, tenía a su mando un escuadrón de caballería, y era popular entre sus hombres por su carácter afable, respetuoso y algo tímido, así como por su honradez y su inteligencia. No tenía nada de golfo, pero sí mucho de niño mimado, y hasta el día en que fue coronado zar, apenas si tuvo alguna responsabilidad. Iba de fiesta en fiesta, de baile en baile, y del restaurante al teatro. Conoció así a la bailarina Mathilde Kschessinska, que llegaría a ser la primera prima ballerina rusa, y que se convirtió en la amante más célebre del futuro zar. Os hablaba antes de viajes a otros planetas, y ésa es la impresión que sigo teniendo al pensar que Mathilde murió en 1976, es decir, ayer como quien dice.
En contra de lo que pudiera parecer, sobre todo hacia el final de su reinado, Nicolás Alexándrovich Romanov no era un hombre supersticioso. Alejandra, por el contrario, se convertiría, a raíz de la enfermedad de su hijo y los presuntos milagros obrados por Rasputín, en una persona trastornada por su devoción religiosa y su entrega a "nuestro amigo", que es como se refería al monje siberiano. Pero si hubieran creído en los augurios en el momento de la coronación, quizá hubieran salido huyendo del país.
El 27 de mayo de 1896, día posterior a la ceremonia de coronación, era el día del pueblo, y se había organizado para ello una enorme celebración en el Campo de Khodynka. En esta inmensa explanada, utilizada habitualmente como campo de entrenamiento del ejército y repleta de numerosas zanjas y trincheras, había carretas encargadas de repartir cerveza gratis y copas esmaltadas con el sello imperial. Según parece, a medida que crecía la aglomeración, empezó a correr el rumor de que no habría cerveza para todos. Se produjo entonces una avalancha que acabó con la vida de casi 1400 personas y dejó otros tantos heridos. Conmovido, Nicolás quiso anular su asistencia al baile que organizaba aquella noche la embajada de Francia. Sin embargo, la presión de sus tíos, ante los que el zar siempre inclinó la cabeza, le obligó a ceder. El propio Serguéi Witte, Ministro de Hacienda, declaró que todos esperaban que el baile se cancelara. En su lugar de ello, todo siguió adelante como estaba preparado, con el zar y la zarina abriendo el baile. El pueblo interpretó la tragedia como un mal agüero. Otros vieron en ella el carácter desalmado del zar y "la alemana".
No fueron sólo sus tíos los que apabullaban al zar con su carácter autoritario y lo trataban poco menos que de mocoso. La personalidad algo timorata de Nicolás hizo que también prestara demasiada atención a los consejos del káiser Guillermo II, el histrión de Europa, que nunca dejó de sembrar cizaña entre Rusia y Francia, y que alentó al zar a expandir su imperio hacia oriente, con el fin de reducir su influencia en Europa. Naturalmente, Guillermo no era el único en avivar estos sueños expansionistas, pues algunas voces en Rusia también advertían del peligro de una China en decadencia y de un Japón cada día más descarado. En cualquier caso, las consecuencias son bien conocidas: Rusia, a lomos de un absurdo triunfalismo, se embarcó en una guerra contra Japón que terminó en desastre y humillación.
Por su parte, Alejandra también llegó, al decir de muchos, a convertirse en una calamitosa influencia sobre su marido. La zarina, como hemos visto, se encontró con muchos ceños fruncidos desde el primer día en que Nicolás manifestó sus intenciones respecto a ella. La unión de la corona rusa con la casa real alemana fue mal recibida por Alejandro III, y también el pueblo se mostró reacio a aceptarla. Sin embargo, lo que la enemistó tanto con las masas como con la nobleza rusa no fue tanto su origen (no en vano, la venerada Catalina la Grande había sido también alemana), sino lo mal que interpretaba el papel de zarina. Nunca se encontró a gusto en las grandes fiestas, los bailes, las cenas de gala o las recepciones, y le costaba enormes sacrificios ocultar su deseo de escapar de todo aquello y refugiarse junto a sus hijos y su estrecho círculo de amistades.
Este anhelo de intimidad se exacerbó cuando se descubrió la terrible enfermedad que aquejaba a Alexei, el benjamín y único varón de la familia. Alexei fue el quinto hijo del matrimonio, y su llegada fue una bendición para el zar y sobre todo para Alejandra, cuya obligación como zarina era proporcionar un heredero a la corona. Dado el recelo con que la trataban pueblo y familia real, cabe imaginar la ansiedad de Alejandra y el alivio que sintió cuando por fin pudo traer al mundo a un niño. La cuestión no era baladí: un siglo antes, Pablo I, hijo de Catalina, cambió la ley de sucesión de modo que sólo un hijo varón pudiera acceder al trono. El motivo de ello era el odio mutuo que se profesaban Pablo y su madre, quien de hecho dio a entender en sus memorias que Pablo era un hijo bastardo. Por ello, ahora, de no poder proporcionar un hijo varón al zar, la corona pasaría al hermano menor del zar, Miguel, y tras él, a la familia del Gran Duque Vladimir.
Esto ayuda a comprender por qué la hemofilia, que, como era bien sabido, corría por las venas de buena parte de las princesas europeas, y cuyo riesgo había sido asumido por las casas reales, se convirtió de repente en una cuestión de estado. Tanto es así que nunca se reveló al pueblo la naturaleza de la enfermedad de Alexei, lo cual provocó todo tipo de elucubraciones. Por el contrario, un reconocimiento claro de la situación, nos dice Massie, habría hecho que el pueblo no viera en la zarina a un ser huraño y misterioso sino a una madre afligida, con la que sin duda se hubiera identificado.
El motivo inicial que llevó a Massie a investigar la historia de la última familia imperial rusa fue el nacimiento de su hijo, quien, al igual que Alexei, estaba afectado de hemofilia. Massie escribió el libro en 1967, cuando la enfermedad ya no era la condena de por vida que la reina Victoria de Inglaterra fue desperdigando por Europa, pero seguía siendo una enfermedad grave. Y aunque esto no tiene nada que ver con el libro que nos ocupa, creo que merece la pena contarse: como consecuencia de su enfermedad, Bob Massie, hijo del autor, tuvo que someterse a numerosas transfusiones. A mediados de los 80 descubrió que, a raíz de una transfusión con sangre contaminada, había sido infectado con el virus del VIH, y lo que bien pudiera haber sido una sentencia de muerte resultó ser un importantísimo avance en investigación, pues, con el paso del tiempo, se descubrió que Bob era inmune al virus. Posteriormente, enfermó gravemente de hepatitis, y cuando finalmente logró recibir un transplante de hígado, se curó también de la hemofilia.
Para Alexei, sin embargo, la enfermedad sí fue una condena, si no a muerte, sí a atroces sufrimientos por el resto de su vida. Cualquier pequeño tropezón podía tener como resultado una hemorragia interna incontenible que lo postraba en cama durante semanas entre dolores insoportables. Y es en ese momento cuando entra en acción Rasputín, el descomunal monje siberiano, iluminado, lascivo y milagrero. Rasputín entró en Tsárskoe Seló a través de Militza de Montenegro, Gran Duquesa de Rusia, fervorosa creyente en las ciencias ocultas. Al poco tiempo de su llegada, Rasputín ya contaba con la ciega devoción de Alejandra, merced al milagro de curar a Alexei a distancia y con el poder de la oración. Naturalmente, la ciencia siempre ha rechazado de plano cualquier tipo de milagro, y el mismo Massie sugiere que su poder radicaba sencillamente en la seguridad y tranquilidad que lograba inspirar en el paciente, así como en un buen uso del sentido común. Sea como fuere, las curaciones se sucedían, y, de propina, nuestro monje regalaba alguna que otra profecía.
Antes de que Anna Vyrubova, amiga y confidente de Alejandra, se casase, Rasputín le advirtió de que su matrimonio estaba condenado al desastre. Vyrubova, pese a su sosez y su algo limitada inteligencia, es, como testimonio de la vida en la corte, como autora de un libro de memorias y como viajera interestelear fallecida en 1964, un personaje muy interesante. También pensaba así el pueblo, aunque por otros motivos. Verbigracia, su intimidad con la zarina y con Rasputín, que dio pábulo a las más escabrosas fabulaciones de la prensa y que, curiosamente, se tragaron gustosamente tanto la aristocracia como los revolucionarios. Su matrimonio con un oficial de la marina fue, como predijo Rasputín, un desastre que acabó en divorcio y, de hecho, el matrimonio nunca llegó a consumarse. Tan escandalosas eran las historias que corrían sobre salvajes orgías en la corte y sobre el modo en que Vyrubova conspiró y drogó al zar que, en mayo de 1917, fue arrestada y encarcelada por orden de Kerensky. Vyrubova decidió entonces defenderse de una manera bastante expeditiva: solicitó un examen médico con el cual se demostró que la depravada compañera de orgías de Alejandra era en realidad virgen. Sin embargo, antes de que entraran en vigor los métodos bolcheviques, habían de pasar todavía muchas cosas. Entre ellas, otra revolución, la de 1905, y una guerra, la mundial.
En 1905 los ánimos entre la población, sobre todo en el movimiento obrero, estaban calientes, y la humillación tras la derrota en la guerra ruso-japonesa los llevó a la ebullición. Poco antes, por iniciativa del ultrareaccionario y antisemita Ministro del Interior Viacheslav von Plehve, había surgido la Asamblea de obreros industriales rusos, un más que curioso movimiento obrero creado y dirigido en secreto por la policía. Este movimiento estaba liderado por el Padre Georgi Gapón, un cura petersburgués al servicio de la okhrana que, con este juego de agente doble, se proponía alcanzar el objetivo, según Massie, de "inmunizar a los obreros contra el virus revolucionario y fortalecer sus sentimientos monárquicos". No cabe duda de que su lucha por el pueblo era sincera. Por lo que respecta a sus, digamos, paradójicos objetivos, fueran loables o no, el caso es que se quedaron en meras y breves intenciones.
Emocionado con la misión que sentía se le había encomendado, en enero de 1905 Gapon se dedicó a arengar a los obreros con el fin de organizar una marcha multitudinaria al Palacio de Invierno, donde haría entrega al zar de una denuncia contra el gobierno "despótico e irresponsable", y una demanda de elecciones libres, la formación de una asamblea constituyente, la separación de iglesia y estado, entre otras. El 22 de enero, desde los barrios obreros, los grupos de manifestantes fueron convirgiendo en el centro. Algunos de ellos portaban iconos religiosos y cruces; otros, banderas nacionales o retratos del zar; muchos entonaban cantos patrióticos deseando una larga vida al zar. Ninguno de ellos sabía que aquel día el zar no estaba en el Palacio de Invierno. De repente, algunos soldados empezaron a disparar sobre la multitud, con el resultado de varios centenares de muertos.
Nunca ha llegado a aclararse cómo comenzó la masacre, pero sí parece cierto que se trató de una serie de disturbios en diferentes puntos de la ciudad, y que, pese a lo bien que ha quedado en los cuadros, en ningún momento hubo un enfrentamiento general frente al palacio. En cualquier caso, los muertos eran incontestables. Menos grave que la matanza, pero de mucha mayor relevancia histórica, fue la consecuencia inmediata de este Domingo Sangriento: pese a que el zar jamás dio la orden de disparar sobre la población, el lazo sagrado que desde hacía siglos unía al zar con su pueblo se había roto para siempre. "Nicolás Romanov -escribió Gapon-, antiguo zar y ahora asesino del Imperio Ruso. Entre tú y el pueblo ruso está la sangre inocente de los obreros, sus esposas y sus hijos. ¡Que toda la sangre que se ha de derramar caiga sobre ti, verdugo!"
A partir de ese instante, y salvo algunos momentos de euforia, como por ejemplo con ocasión del tricentenario de la dinastía Romanov, el nudo alrededor del cuello del zarismo fue estrechándose paulatinamente. De poco le sirvió a Nicolás ceder a las demandas y consentir, mediante el Manifiesto Imperial de octubre de 1905, la creación de la primera constitución y el primer parlamento que tuvo Rusia, la Duma, así como establecer la libertad de expresión y de prensa. Al Domingo Sangriento le siguió un año todavía más sangriento (y del que hablamos aquí), con constantes huelgas, rebeliones de campesinos, y ataques a los terratenientes. El asesinato del Grand Duque Serge, tío del zar, apenas tres semanas tras aquel funesto día fue tan sólo el comienzo de un año de terror.
Y entre tanto, llegó la guerra. Uno de los incontables factores que contribuyeron al estallido de la Gran Guerra del 14 fue el convencimiento, por parte del káiser, de que Rusia no estaba preparada para combatir, y, por lo tanto, el conflicto con Serbia no saldría de los Balcanes. Nicolás, desde luego, era más que reacio a llevar a su país a la guerra, pero la presión por parte del ejército era enorme. Massie recoge un fascinante intercambio de telegramas entre el káiser y Nicolás en los que queda claro el modo en que Guillermo intentó, como en la guerra ruso-japonesa, manipular y engañar al zar, aunque ahora la jugada no le salió.
Era bien cierto que Rusia no estaba preparada para una guerra de ese calibre. Su ejército carecía de armamento moderno, y las infraestructuras ferroviearias eran insuficientes dadas las colosales dimensiones del país. Apenas pasados cuatro meses desde el inicio de la guerra, el ejército ruso había perdido un millón de hombres entre soldados caídos en combate, heridos y prisioneros. Con el fin de insuflar ánimo a las tropas, en 1915 Nicolás decidió trasladarse al cuartel general del ejército, situado en un campamento llamado Stavka, y se llevó con él a Alexei. Alejandra se quedaba en Tsárskoe Seló, mientras en el país el sentimiento antialemán crecía por momentos. Con Nicolás en el frente, podría haber sucedido algo terrible, es decir, que Alejandra, sin experiencia de gobierno y con todo el pueblo en su contra, hubiera tomado las riendas del país. Pero no sucedió lo terrible, sino algo aún peor: Rasputín.
El monje había perdido algo de influencia sobre la familia, a raíz, sobre todo, de su oposición a una guerra que el zar veía como una misión patriótica. Sin embargo, un oportunísimo milagro sobre Anna Vyrubova le hizo recuperar el poder sobre la zarina. Las consecuencias para el país fueron desastrosas. Mientras se entregaba por completo a los placeres de la carne, y provocaba escándalos tan sonados como el del restaurante Yar, donde, completamente borracho, mostró a los comensales sus cualidades más milagrosas, Rasputín se dedicó a poner y quitar ministros. De ahí a dar al zar instrucciones militares a través de la zarina había sólo un paso. Rasputín lo dio.
La historia se hace ahora más interesante aún, y Massie la cuenta con maestría. Sin embargo, no voy a entrar en detalles, dado que es extremadamente compleja, y hacerla mínimamente comprensible requeriría otra entrada. Y además estoy cansado.
Quizá continuará.