Entre los aspectos positivos de ser jefe en una empresa, estaba el de poder retirarse cuando quisiera. Ese lunes Francisco esperó que terminara la hora del almuerzo y salió del edificio. La idea era regresar a su casa, pero sin avisar.
Sus hijos volvían al mediodía, almorzaban la comida que Mara les tenía preparada y luego de hacer las tareas, salían a jugar al patio o si habían acordado previamente, a la casa de algún amigo en común. Tenía que ser en común ya que no los dejaban ir a cada uno a un lugar distinto, porque aún eran pequeños.
El plan era estacionar a varias cuadras, caminar hasta la casa sin ser visto y entrar a la cochera sin llamar la atención. A medida que se acercaba se imaginaba diferentes formas de fracaso para su idea: Mara saliendo a la vereda a barrer en el momento que estuviera abriendo la cochera; los niños jugando en la calle y él doblando la esquina quedando cara a cara con ellos; o peor aún, siendo atrapado dentro de la máquina, ya sea por su esposa o por sus hijos.
Pero nada de eso sucedió. Llegó bien hasta su casa y pudo entrar sin que lo vieran. Se imaginaba a Mara en el patio y a los chicos jugando en sus cuartos o en la casa de algún amigo. Esto último no era bueno para su propósito, pero debía arriegarse. Se acercó a la máquina y respiró profundo. Accionó los controles tal como su padre le había indicado y se metió en el receptáculo.
A los pocos segundos, tenía el cuerpo de un niño. Se volvió a asombrar del resultado. Observó sus manos diminutas y el largo de sus piernas, que lo coloaban tan cerca del piso que podía incluso llegar a marearse. Aquello lo divertía. Era verdad, el dolor de ciática que lo aquejaba en las últimas semanas permanecía a pesar del cambio radical de su cuerpo, pero la sensación de plenitud que embargaba su ser era única. Quizá su padre se equivocaba en algunos puntos y aquella máquina, además de devolver el cuerpo de un niño podía obtener algunas mejoras físicas para la persona.
Pero no era su objetivo comprobar los beneficios del invento de su papá, sino aprovechar al máximo el tiempo que le daba ese milagro tecnológico. Buscó en la bolsa que llevaba consigo ropa acorde a los ocho años y se la puso.Guardó la llave en el bolsillo del pantalón y salió por la misma puerta por la que había entrado.
Sabía que no tenía mucho tiempo. Se quedó merodeando cerca de la casa. Temía que sus hijos no aparecieran, pero finalmente los vio abrir la puerta del frente y salir corriendo. Su esposa salió detrás de ellos, gritándoles porque habían dejado la puerta abierta de par en par.
Malena llevaba el skate que le habían regalado para su cumpleaños. Pero no era su intención, al parecer, utilizarlo como se debía, sino que lo que pretendía era poner a su hermano de espaldas sobre la tabla y hacerlo avanzar a toda velocidad por la bajada del garage.
Francisco se acercó a ellos, con las manos en los bolsillos y silbando una vieja canción de su infancia. Agustín y Malena lo miraron con recelo.
- Hola - saludó el pequeño Francisco.
Sus hijos no contestaron. En ningún momento sospecharon de la identidad del niño. Para ellos era un desconocido, un extranjero, alguien que no pertenecía al barrio. El silencio era señal de que no era bienvenido. La indiferencia suele ser una pancarta que dictamina un mal recibimiento.
- Hola - volvió a decir Francisco y sin perder tiempo agregó - Yo solía, digo, suelo jugar con una patineta. Tengo una en casa.
- ¿Y dónde vivís? - preguntó con frialdad Agustín.
- Lejos, en otro barrio. Estoy en lo de una tía, por allá - y señaló al azar, del otro lado de los árboles, disfrutando el hecho que sus hijos no lo reconocieran.
- Ajá - acotó Malena.
- Bueno, volate - dijo Agustín.
- ¿Volate? No entiendo.
- ¿Que no entendés? - preguntó la nena, perdiendo la paciencia - ¿Sos boludo o te hacés? Andate, dale, dejanos en paz.
Francisco estuvo a punto de reprocharles la mala palabra, pero recordó que no estaba haciendo el papel de padre, sino que quería acercarse a sus hijos.
- Si me dejan jugar con ustedes, mañana vuelvo con la bicicleta que me regalaron la semana pasada por mi cumpleaños - mintió.
Los niños mostraron cierto interés en esa promesa y tras cruzar una mirada, dieron el visto bueno.
- Dale, pero un rato nomás.
- ¿Qué les gusta hacer? - preguntó Francisco.
- Que se yó, y a vos que te importa - le respondió Malena.
Francisco se sintió en parte avergozado. Era su hija la que le había hablado así. Era una mal educada.
- Quería saber. Donde vivo tengo muchos amigos - dijo y como último recurso, sentenció - Y son mucho mejores que ustedes dos.
Eso les dolió a los hermanitos.
- ¿Mejor en qué, si vos no nos conocés? - dijo Agustín, a la defensiva.
- No, pero los veo y me doy cuenta que mis amigos son mejores que ustedes. En todo.
- ¿Si? ¿Ellos hacen esto? - preguntó socarronamente Malena, para luego levantarse la falda del vestido y mostrarle la bombacha rosa que llevaba puesta.
- ¡Pero... qué hacés! - balbuceó consternado Francisco.
- ¿Qué? ¿No te gusta? Che, Agu, es un maricón. Seguro que sus amigos son todos maricones como el.
Agustín se puso a reír, acostado sobre el skate.
- No, lo que te digo es que cómo vas a andar mostrando la bombacha. Está mal eso, tus padres acaso...
- Si querés me puedo levantar el vestido y mostrarte otra cosa y no la bombacha, pero para eso tenés que pagarnos algo, a los dos.
- No puedo creer lo que me estás diciendo - alcanzó a decir Francisco.
- ¿No? Si tenés algo de plata...
Francisco dio dos pasos hasta Malena y le cruzó un sopapo. Fue instintivo. No supo frenarse, no pudo, no quiso. El sonido retumbó en la tarde. Al instante tenía a Agustín viniéndosele encima, con el skate agarrado con las dos manos. Alcanzó a esquivar el primer golpe, pero no el segundo, que le dio de lleno en el brazo. Malena, recuperada del cachetazo y saliendo del asombro, también atacó a Francisco, con una patada en los tobillos.
Franciscó acusó los golpes, pero se topó con un árbol al querer retroceder y permitió que el skate lo volviera a impactar, esta vez en el estómago.
Malena chillaba, como poseída:
- ¡Pegale Agustín, pegale al maricón, pegale!
Entonces supo que debía salir corriendo o terminaría todo magullado. Se corrió justo y el skate se estrelló contra la corteza del árbol. Francisco salió huyendo de sus hijos, hacia el lado de la casa. No supo en que momento Mara había salido a la vereda, quizá con los gritos de Malena o por pura coincidencia, pero lo tomó del brazo en plena huída.
- ¡Adonde vas, vos! ¿Qué está pasando acá? ¿Qué es eso de estar peleando con mis hijos?
- Mara, escuchame, me estaban matando a golpes...
Su esposa, sin dejar de apretarle el brazo, se alejo un poco. Se sorprendió de escuchar su nombre.
- ¿Quién sos? No te vi nunca por acá. ¿Cómo sabés mi nombre?
Francisco entendió que estaba en problemas. Malena lo estaba acusando de haberla golpeado y Agustín se justificaba diciendo que era verdad, que por eso "le estaba dando" con el skate. Y por si fuera poco, su esposa lo miraba como un bicho raro.
Forcejeó y logró quedar libre de la mano que lo apresaba de su esposa. Agustín quiso dar un paso adelante para volver a atacarlo, pero Mara lo retuvo. Francisco la miró a los ojos y en una súplica silenciosa, se declaró inocente. Sin perder tiempo, salió corriendo en dirección contraria, buscando la esquina que le permitiera desaparecer de la vista de los tres.
Se sentía agitado y a la vez enfurecido. Hasta tenía ganas de llorar, como un niño. Es que al fin de cuentas, lo era. Se dirigió hasta la plaza y aguardó una hora, lo suficiente como para volver a asomarse a la vereda de su casa y esperar la oportunidad para volver al interior de la cochera, donde quería estar al momento de volver a su cuerpo de adulto, dado que allí había guardado la ropa.
En ese lapso pensó en sus hijos, en cómo se habían comportado. Se repetía una y otra vez que Malena se merecía ese sopapo. Sin dudas que la reprimenda había sido merecida. ¿Pero cómo decirle a Mara lo que había pasado? ¿Cómo enfrentar a una niña de nueve años que tiene esas actitudes? No, ser padre era algo extenuante. Había querido ser niño para dejar de ser padre y no lo había podido lograr.
Se metió en la cochera y se desplomó a un costado del receptáculo. La máquina de su padre era un verdadero logro, pero no tenía sentido. Un adulto no puede volver a ser un niño, porque la visión es otra. Solo cuando se es niño se disfruta de la vida en toda su dimensión. Por eso estaba llorando en esos momentos, porque sus hijos no lo estaban haciendo.
O lo que era peor, lloraba porque quizá si estuvieran disfrutando, pero a su manera, de un modo más moderno, actual.
La máquina valdría la pena si además de convertirlo en niño, pudiera llevarlo a su época, a transitar esas cuadras de su niñez donde convivía con sus amigos, donde compartían una pelota en la plaza, o se perseguían jugando a la mancha venenosa.
En cambio, convirtiéndolo en niño pero dejándolo en el presente, lo único que lograba era depositarlo en un mundo hostil, donde se sentía un ser extraño, ingenuo. Los tiempos cambian muy rápidamente, se dijo mentalmente, mientras se despojaba de la ropa de niño que llevaba puesta. A los pocos minutos, ya era otra vez un hombre. Se vistió y salió de la cochera, en busca de su vehículo, estacionado a varias cuadras.
Una duda lo asaltaba. ¿Se animaría a volver? ¿Podría mirar a los ojos a sus hijos? ¿Encontraría en los ojos de su mujer la súplica silenciosa que le había hecho esa misma tarde? Caminó resignado, con sabor a derrota en los labios.
Si tan solo jamás hubiese deseado volver a ser un niño...