Nueve meses sintiendo cómo ese pequeño ser crecía dentro de ella, cómo se alimentaba gracias a ella. Sus quince quilos de más, sus hinchados pies y su tripa a punto de estallar se quedaban en una simple anécdota cuando le mostraban la ecografía de su bebé, la mejor estampa que una persona puede tener. Una vida formándose dentro de ella. Sus dolores de espalda y su caminar pesado no significaban nada, tan solo deseaba que llegara el gran día para poder coger en brazos a su pequeña criatura.
La espera fue efímera. Sin apenas darse cuenta, estaba de parto. Tres horas después daba a luz a un hermoso niño de cabellos dorados y mofletes sonrosados. Su cansancio no le impidió disfrutar de la hermosa sinfonía que provocaba el llanto de su hijo en sus oídos. Llora, llora y llora. Unos fuertes pulmones que avecinaban una salud de hierro. Tres minutos después... Silencio. Se llevaron lo que más amaba sin darle la oportunidad de coger a su bebé. La dejaron sola, como una flor marchita que ya no da vida. Acompañada por las cuatro paredes frías que forman el paritorio, escucha a otros niños llorar. ¡Cuándo veré a mi hijo! Grita sin cesar. La espera se está demorando demasiado, y no es bueno que un recién nacido pase demasiado tiempo alejado de su madre. ¡Quiero que me deis a mi niño! Grita desconsolada. Nadie la recibe. Nadie contesta a sus preguntas. Media hora más tarde, un señor que dice ser pediatra del centro hospitalario le informa del repentino fallecimiento de la criatura. ¡No le creo! ¡Déjeme verlo, por favor! Suplica la joven madre. Sin mediar palabra, el hombre sale de la habitación al igual que entró; frío y calculador. Pero esta muchacha no iba a quedarse sin hacer nada, ¡le habían arrebatada lo único que tenía en la vida! Sin familia y sin marido no tenía nada que perder. Se levantó rápidamente de la mesa camilla en la que descansaba, y arrastrándose por el suelo recorrió todas las habitaciones en busca de su pequeño. Cuál fue su sorpresa, cuando tras un largo rato, y tras haber dejado un largo rastro de sangre por todas las instalaciones, vio a diez metros de ella a una pareja muy trajeada que recogían de los brazos de una monja a un bebé recién nacido de cabellos dorados y mofletes sonrosados. ¡Es mi niño, es mi niño! Sollozaba mientras se acercaba a ellos arrastrándose con sus brazos. ¡Estás loca! ¡Tu crío murió nada más nacer! ¡Sujétenla y llévenla a su habitación! Increpó la déspota monja de mirada desafiante. De nada valieron sus súplicas. Tres días después le dieron el alta y se fue para casa sola y maltratada.Diez años más tarde, mientras pedía limosna a las puertas de una iglesia, vio salir a un precioso niño ataviado con un traje de comunión, el cuál destacaba por sus cabellos dorados y sus mofletes sonrosados. Los dos se miraron durante veinte segundos como si alguna vez hubieran compartido algo. La que un día fue una joven muchacha con deseos de ser madre, sonrió. Había comprendido que no hay mayor felicidad para una madre que el que su hijo crezca sano, fuerte y con un futuro prometedor. Y simplemente, lo dejó marchar, a su niño robado.