Nací en la madrugada de un domingo de abril de 1970, tras fastidiar la verbena de San Marcos a mi madre con constantes molestias de parto. Cuando mi madre llegó al hospital yo ya estaba empezando a mostrar mi carácter cabezota intentando nacer contradiciendo al personal del paritorio que insistía en que todavía faltaba un rato para mi alumbramiento. El resultado es que nací más morado que la bandera de Palencia y más silencioso que un mudo visto de lejos. El veredicto de la matrona fue contundente “Está muerto”. A partir de ese momento sus esfuerzos se centraron en la parturienta dejándome a mí a su espalda de modo que sólo mi madre podía verme. Ella insistía en que me veía respirar de vez en cuando achacándolo la matrona a la imaginación de una parturienta novata y desesperada por la trágica noticia de la muerte de su hijo.
Cuando me iban a retirar debí respirar con más ganas que las otras veces y por fortuna no pudieron negar que estaba vivo. Para celebrarlo me dieron una buena tunda hasta que rompí a llorar con energía. De hecho luego no hubo quién me acallara.
Yo siempre digo que en realidad todo este incidente fue debido a que no es de recibo que te despierten un domingo a las 6 de la mañana para nacer, y menos habiendo salido de fiesta la noche antes. Pero esta broma ahora se me antoja incómoda. Quiero creer que no corrí riesgo en ser robado de mi padres y mis rasgos físicas no admiten duda sobre haber crecido en mi familia biológico; pero me recorre un escalofría al imaginar el sentimiento de estafa, de zozobra, de inseguridad sobre su identidad, que pueden estar sintiendo todas aquellas personas que descubren que fueron robadas de la cuna.
No puedo evitar personalizar el caso de forma enfermiza y plantearme cómo podría ser mi vida si algún desalmado hubiera decidido que por un manojo de billetes era conveniente asegurar a mi madre que había muerto en el parto e inscribirme a nombre de otros padres. Mi vida hubiera sido mejor, o peor, me da igual. Es evidente que hubiera sido distinta, no sé hasta que punto los factores ambiéntales me habrían influido los suficiente como para ser muy distinto de lo que ahora soy. Pero lo que no podría perdonar jamás, no es tanto el haberme hecho recorrer un camino que no me correspondía, como el sufrimiento infringido a mis padres por un puñado de apestosas pesetas.
¿Qué estúpida superioridad moral detenta el que se cree con derecho para decidir sobre el futuro de niños y familias? ¿Qué intereses hay en dificultar las adopciones? ¿Es rentable mantener niños en un orfanato?