“No creo en los psicólogos”
He oído repetir esa frase tantas veces que casi puedo adivinar cuando va a ser pronunciada. Y creedme, cuando eso ocurre, mis labios se arquean levemente, pronunciando una sonrisa que en realidad esconde una sonora carcajada. No me malinterpretéis. A veces, está bien decir lo que uno piensa, pero aún está mejor pensar lo que uno dice.
Si en ese momento, tras oír semejante idiotez, mi honestidad saliera a flote, probablemente algo maravilloso, como lo es una arrolladora carcajada que te nace desde lo más hondo de tu ser, liberando un torrente de endorfinas que te sacude hasta el alma, para aumentar estratosféricamente tus niveles de alegre bienestar...Pues como digo, probablemente, y sólo probablemente, si eso ocurriera, el autor de dicha sentencia podría cuestionarse su certeza, sumándose al festival del humor...Dios nos libre de semejante atrevimiento, que las ideas prejuiciosas son el baluarte de muchas vidas, ¿Y quién soy yo para arrebatárselas?
Lo que sigue es divertido: después de haber pronunciado esa frase con una rotundidad sentenciadora, la persona suele sentirse culposa, necesitada de aclarar no-se-sabe-muy-bien- qué o de compensar lo que de alguna manera intuye como un agravio. Pero nada más lejos.
Las palabras nos delatan. Somos lo que decimos y más que retratar nos retratamos.
¿Creer en los psicólogos? ¿Acaso somos un dogma de fe? No, ni obramos milagros. Dios nos guarde...
Probablemente, cuando uno hace tal afirmación, en realidad lo que está diciendo, sin siquiera saberlo, es que no cree en sí mismo ni en sus posibilidades de cambio. En tal pobre concepto se tiene.El psicólogo sólo abre caminos, facilita el paso, pero quien decide moverse o permanecer estático, enrocado en su más de lo mismo, instalado en su sagrada queja, es la persona en cuestión. Atribuir el mérito o la culpa a otro ajeno a uno mismo es no haber entendido nada. La responsabilidad de cada cual, a cada cual pertenece. Ese es el auténtico credo.