Hace unos días, es una cena de amigos, hablamos sobre el desempleo. Ya se que algunas de las cosas que dijeron son verdad: hay mucho empleo sumergido, la gente hace chapuzas cuando puede para ir saliendo adelante, hay quien prefiere agotar sus prestaciones por desempleo porque están mejor sin hacer nada, muchos de los que están apuntados en las listas son estudiantes universitarios que por el momento no buscan trabajo, que hay personas que alargan todo lo que pueden y más sus bajas por enfermedad porque todo vale con tal de ir a trabajar... Ya lo sé. Se que todas estas cosas ocurren. Pero no es de ellos de los que quiero hablar hoy. Hoy quiero hablar de los desempleados, de los parados de verdad.
De los que se han quedado sin trabajo por culpa de esta crisis que ha secuestrado tantas ilusiones; De los que han hecho y hacen colas para apuntarse al INEM, y cuando por fin llega su turno, tienen que pasar de mesa en mesa: para apuntarse al desempleo, para buscar trabajo, para activar el cobro de su prestación; De los que dedican horas y horas cada día a buscar trabajo sin descanso; De los que tienen que pagar una hipoteca y no saben cómo hacerlo; De los que años después de vivir de su trabajo tienen que recurrir a la ayuda de sus padres o incluso de sus abuelos; De los que dedican todo el tiempo del mundo a pensar qué micronegocio pueden emprender para buscarse las alubias; De los que ya tienen la idea y el proyecto, pero no consiguen acceder a una línea de crédito; De los que tratan de mejorar su curriculum para enviarlo a agencias de colocación y empresas de recursos humanos; De los que no duermen pensando qué van a hacer con sus vidas y con sus carreras; De los que aprovechan el impás para formarse y no pierden la esperanza. Mi reflexión de hoy es para ellos.