Ilustración de Andrés Edery
Me pidieron que hablara de ti en menos de veinticinco líneas, maestro. Imposible.Pero si pudiera diría que nuestra relación comenzó, sin que tú lo supieras, con “El ahogado más hermoso del mundo”, recitado con el acento andaluz de un viejo profesor de literatura que hizo flotar tus palabras entre nuestras entendederas aún vírgenes. Nos dejó tu cuento a medias con el trabajo hereje de terminarlo a nuestra manera, y lo hice, te lo prometo, lo mejor que supe. Primero perlando una porquería de relato de bromas absurdas para todos rieran con mis burdas ocurrencias, pero después en serio, con toda la pasión que un adolescente podía poner en sus letras, y salió un cuento extraño, comenzado por ti, por el más grande, y acabado por un saco de acné el día que supe que sería escritor.
Nuestra relación continuó desde entonces con mi desespero de náufrago por beber en tus relatos, con épocas de fría distancia y momentos en los que mi única compañía fueron tus demonios. Sentí tu vida escuchando el acordeón de Francisco el Hombre en una playa de Margarita, cuando ya habías vivido lo suficiente como para contarla, y remonté el río Magdalena hasta que encontré el amor en una hija de sus riberas, pariente lejana de Remedios. Lloré, como tú, cuando el coronel murió junto al castaño y odié al circo desde entonces. Aprendí que los cadáveres pueden ser hermosos, y que la mejor forma de vencer a un enemigo es sentarse en una butaca de remordimiento y esperar a que pase su cuerpo frío en una mortaja húmeda.
Me enseñaste que la planta del amor es la berenjena, que la virginidad es una venda negra que se lleva con sufrimiento y orgullo, y que el amor nada tiene que ver con el gozo repetido. Tus letras eternas han sido siempre mi Fermina Daza y el resto, nombres en cuadernos que se irán como se fueron los amores en los tiempos del cólera.
Pero me engañaste, cuentista. Me hiciste creer que lloverían flores amarillas por una semana, que los calderos se llenarían de cenizas y que el propio Melquíades sería quien pregonara tu muerte anunciada desde sus calderos alquímicos y sus manuscritos babilónicos, y no lo hiciste. No era martes, ni once, ni octubre, maestro, y aún así te marchaste, sin esperar siquiera a que acabara de llover.