Mi percepción a
medida que envejezco es que no hay años malos. Hay años de fuertes aprendizajes
y otros que son como un recreo, pero malos no son. Creo firmemente que la forma
en que se debería evaluar un año tendría más que ver con cuánto fuimos capaces
de amar, de perdonar, de reír, de aprender cosas nuevas, de haber desafiado
nuestros egos y nuestros apegos. Por eso, no debiéramos tenerle miedo al
sufrimiento ni al tan temido fracaso, porque ambos son sólo instancias de
aprendizaje.
Nos cuesta mucho entender que la vida
y el cómo vivirla depende de nosotros, el cómo enganchamos con las cosas que no
queremos, depende sólo del cultivo de la voluntad. Si no me gusta la vida que
tengo, deberé desarrollar las estrategias para cambiarla, pero está en mi
voluntad el poder hacerlo. “Ser feliz es una decisión”, no nos olvidemos de
eso.
Entonces, con estos criterios me
preguntaba qué tenía que hacer yo para poder construir un buen año porque todos
estamos en el camino de aprender todos los días a ser mejores y de entender que
a esta vida vinimos a tres cosas:
- a aprender a amar
- a dejar huella
- a ser felices
En esas tres cosas debiéramos
trabajar todos los días, el tema es cómo y creo que hay tres factores que ayudan
en estos puntos:
- Aprender a amar la responsabilidad
como una instancia de crecimiento. El trabajo sea remunerado o no, dignifica el
alma y el espíritu y nos hace bien en nuestra salud mental. Ahora el
significado del cansancio es visto como algo negativo de lo cual debemos
deshacernos y no cómo el privilegio de estar cansados porque eso significa que
estamos entregando lo mejor de nosotros. A esta tierra vinimos a cansarnos,...
para dormir tenemos siglos después.
- Valorar la libertad como una forma
de vencerme a mi mismo y entender que ser libre no es hacer lo que yo quiero.
Quizás deberíamos ejercer nuestra libertad haciendo lo que debemos con placer y
decir que estamos felizmente agotados y así poder amar más y mejor.
- El tercer y último punto a cultivar
es el desarrollo de la fuerza de voluntad, ese maravilloso talento de poder
esperar, de postergar gratificaciones inmediatas en pos de cosas mejores.
Hacernos cariño y tratarnos bien como país y como familia, saludarnos en los
ascensores, saludar a los guardias, a los choferes de las micros, sonreír por
lo menos una o varias veces al día. Querernos.
Crear calidez dentro de nuestras
casas, hogares, y para eso tiene que haber olor a comida, cojines aplastados y
hasta manchados, cierto desorden que acuse que ahí hay vida. Nuestras casas
independientes de los recursos se están volviendo demasiado perfectas que
parece que nadie puede vivir adentro. Tratemos de crecer en lo espiritual,
cualquiera sea la visión de ello. La trascendencia y el darle sentido a lo que
hacemos tiene que ver con la inteligencia espiritual.
Tratemos de dosificar la tecnología y
demos paso a la conversación, a los juegos “antiguos”, a los encuentros
familiares, a los encuentros con amigos, dentro de casa. Valoremos la intimidad,
el calor y el amor dentro de nuestras familias.
Si logramos trabajar en estos puntos,
y yo me comprometo a intentarlo, habremos decretado ser felices, lo cual no nos
exime de los problemas, pero nos hace entender que la única diferencia entre
alguien feliz o no, no tiene que ver con los problemas que tengamos sino que
con la ACTITUD
con la cual enfrentemos lo que nos toca.
Dicen que las alegrías, cuando se
comparten, se agrandan. Y que en cambio, con las penas pasa al revés. Se
achican. Tal vez lo que sucede, es que al compartir, lo que se dilata es el
corazón. Y un corazón dilatado esta mejor capacitado para gozar de las alegrías
y mejor defendido para que las penas no nos lastimen por dentro.
Mamerto Menapace
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