Revista Literatura

No hay más frontera que la muerte

Publicado el 09 mayo 2014 por Leon

NO HAY MÁS FRONTERA QUE LA MUERTE
Podría haberme quedado allí, en aquella casa abandonada, junto a mi hermana. No tenía miedo a que volviese aquel grupo, no tenía ya nada mío que pudieran quitarme salvo la vida, y tampoco importaba por su escaso valor. O quizás aquella casa, que podía haber hecho mía, y descansar hasta cuando fuese, pero morir al menos en un hogar.
Pero algo me llamaba, no la esperanza, ya rota, de aquellas clínicas en el norte, sino quizás un deseo de encontrar civilización, y poder hacer justicia, contando lo sucedido. Llevaba años denunciando en estos escritos todo lo que veía y con esto no podía ser menos, tenía que hacer algo más.
Así que me repuse en aquella casa, cogí lo necesario, me despedí de Ángela, y continué el viaje. Me encontraba mucho peor, pero fueron solo un par de días hasta llegar a Barcelona, directo por las carreteras. De lejos vi, a la entrada de la ciudad, una extraña frontera de coches y fuego. Me aparté de la carretera para descansar y allí, agazapado y observante, me encontré con Emile de Kébir, y gracias a eso, hoy estoy aquí.
Emile nació y vivió lejos de los avances tecnológicos, en Níger. En su juventud, y gracias a unos voluntarios, se interesó por la medicina, y pudo estudiar dos años en una pequeña universidad de la ciudad. Entonces, comenzaron las revueltas. Primero fueron las manifestaciones y quema de aparatos tecnológicos, en las que Emile intentó estar apartado.
Él insistía a su familia para que emigrasen a Francia, que se convertiría en el país central de la inmigración masiva. Pero su padre se oponía, no quería que abandonasen su hogar, ni su tierra. Desconfiaba de todo lo que estaba sucediendo.
Los estudiantes siguieron agitándose junto al resto de ciudadanos en conflictos, reprimidos por los países ricos, en los que se reclamaba una alianza de civilizaciones del tercer mundo para progresar sin ayudas, aprovechando la situación. Tras participar en alguna de estas, dentro de su ambiente universitario,  Emile volvió a su casa, y su familia finalmente había huído por la presión, tal y como él les había pedido, a Francia.
Nunca supo si lo consiguieron, porque nunca llegó a encontrarles. Intentó emigrar también, pero ya habían comenzado las emigraciones masivas, así que solo pudo llegar en barco a la costa este española, y de allí fue subiendo a pie hasta que topó conmigo.
Alguna de las historias que me contaba sobre el viaje eran espeluznantes. Tuvo que volver a la universidad, a la ciudad, y allí logró que le llevasen hasta uno de los puertos que estaban activos. Pero, subir a uno de los barcos que zarpaban sin orden, rumbo a una prometida utopía era, más que imposible, peligroso. Su suerte fue ser paciente e inteligente, y supo esperar hasta el último momento para colarse sin ser visto, mientras los demás se agolpaban y golpeaban en el muelle y en las cubiertas con fatales resultados.
Ante la soledad e indiferencia del camino, congeniamos los dos, unidos por la escasa confianza que nos quedaba, y por cierta intuición de conveniencia. Él hablaba escasamente castellano, y yo un poco de francés, y así lográbamos entendernos. Emile me explicó lo que significaba la frontera que había visto a la entrada de la ciudad: correspondía en realidad a una de las zonas en la que sus vecinos, la mayoría “futuros muertos”, hartos de la anarquía que se había producido y de la inmigración, y de que muchos de estos que llegaban se quedaban con sus pertenencias, sin control alguno, decidieron administrar y gestionar la justicia y el poder con sus propias manos. Y entre otras medidas, habían implantado una improvisada aduana, matando a todo el que no fuera vecino, o ciudadano del entorno próximo.
La conveniencia y el trato fueron evidentes. Yo seguía mal, y llegar hasta, al menos, el primer hospital de la ciudad, me hubiera costado. Además él me prometió prestarme atención hasta que mejorase un poco. Y él, de tez oscura y sin hablar correctamente, nunca hubiera pasado la improvisada frontera.
Así que, casi espontáneamente, acordamos y urdimos un plan. Como si vinierámos de recoger restos, los dos caminábamos hacia la ciudad, con ropas similares que nos intercambiamos, y bultos recogidos en las mochilas, pendientes no a los que nos observaban en la frontera, sino a nuestra conversación, un conjunto de frases que previamente habíamos practicado para eliminarles el acento, incluyendo palabras en catalán que conocía.
Cuando estábamos cerca, me dio un ataque de tos, con sangre, y Emile me cogió del brazo, y continué caminando con su ayuda. Como andábamos con seguridad e indiferencia, solo nos preguntaron si habíamos encontrado algo de valor, y si estaba yo bien. Apenas pude responder, pero Emile se atrevió a hacerlo con un perfecto acento, diciendo que estábamos mal, como siempre. Y aquellos hombres continuaron a lo suyo.

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