Seguro que has escuchado/leído/repetido alguna vez la frase que da título a este post que no tiene pretensiones de nada. En el caso del día de hoy, es que no hay otra cosa que nubes (como ayer, como anteayer). El cielo tiene pensado quedarse plomizo y nublado durante el resto de la semana y los cambios de tiempo vuelven a mi sistema inmunitario (y cochambroso) bastante más débil que de costumbre. Así que aquí me encuentro, estornudando hasta por el ombligo, con Frenadol a un lado y Cleenex al otro, intentando postear algo que no hable de la asombrosa habilidad que tiene mi cuerpo para meterse en un nuevo catarro cuando aún no se ha recuperado del todo del anterior.
A pesar de todo (el tiempo, los mocos, la serie de tres estornudos cada cinco minutos) he visto que los árboles que hay frente a mi casa están empezando a sacar sus primeras hojas verdes, lo que me recuerda que este mes (según se dice, según pasa cada año), llega la primavera. Y aunque, por lo que tarda, creo que este año se está poniendo de más de guapa, sé que aperecerá de entre las espesas nubes con el brillo del sol a la espalda y un coro de angelotes cantando el Aleluya.
Mientras la espero sentada, leo la historia de un tal Raskolnikov a la vez que me empeño en seguir escribiendo las mías propias, elaboro listas que un día os enseñare (porque creo que tienen algún tipo de valor, aunque no sea muy literario, y algunas son graciosas) de cosas que ni os podéis imaginar, me sueno, bebo un café caliente, me tomo un frenadol y espero que mi sistema inmunitario se recupere lo mismo que espero que el buen tiempo termine de llegar.