Revista Talentos

No, no era divertido en absoluto

Publicado el 28 noviembre 2016 por Joseoscarlopez
No, no era divertido en absoluto

Puso un estado en Facebook muy gracioso, o al menos a mí me lo parecía, no podía parar de reír, tardé un rato en dejar de hacerlo. Fui a darle al emoticono de medivierte, pero vi que nadie lo había hecho antes que yo: decenas de megusta, muchos, muchos meencanta, pero ningún medivierte. Y esto, claro, me hizo dudar. Pero, ¿por qué había de dudar? ¿No me había reído muchísimo? ¿Qué podían tener de malo todas esas risas mías, tan reparadoras y llenas de una sana franqueza? ¿Por qué, sin embargo, a nadie le pareció gracioso antes que a mí? Me retiré de la pantalla del ordenador, desorientado, y le di vueltas a todo aquello. Básicamente, volví a considerar aquel estado, era tan... Sí, lo era: gracioso, muy gracioso. Traté de recordar las palabras exactas y acabé regresando al ordenador. Lo releí y, antes de darme cuenta, ya estaba otra vez riendo, riendo sin parar. Me limpié las lágrimas que bañaban mis ojos de tanto reír y le di al medivierte sin pensarlo más. Después actualicé la página y traté de leer los nuevos estados de la gente, las nuevas noticias que los demás enlazaban y comentaban, las nuevas bromas y ocurrencias, las nuevas reflexiones al hilo de la actualidad o del azar en las vidas de mis contactos. Pero no podía dejar de pensar en ese estado. ¿Y si a los demás no les parecía gracioso? Una pregunta fuera de lugar, nadie había indicado que le divirtiese. Pero, ¿por qué? Busqué de nuevo aquel estado, quizás mi medivierte había animado a alguien más a secundarme. No, nadie lo había hecho. Algún nuevo megusta, creo, se había añadido a su marcador inferior. Tampoco puedo estar seguro. ¿A qué se debía esa tensión que, de pronto, parecía formarse en torno al estado? Pero se trataba de otra pregunta ociosa, pues ¿trataba de considerar que mi medivierte era responsable de alguna clase de tensión? Estaba llevando demasiado lejos mi imaginación, a todas luces delirante. Cerré definitivamente la página de Facebook y me levanté de la mesa dispuesto a enfrentar algunas de mis responsabilidades para el resto de la tarde. Las hice como pude. Sí, las hice. Pero sin dejar de pensar en aquel estado, en mi respuesta, probablemente inadecuada, a aquel estado. Más que inadecuada, fuera de lugar. Irresponsable, inaceptable, acaso monstruosa.

   Son ya más de las tres de la mañana y sigo aquí delante del ordenador. Con la página de Facebook abierta por aquel estado en cuyo marcador mi mirada vidriosa sigue fija, esperando inútilmente la llegada de otro medivierte, siquiera de alguna otra reacción más ajustada a su verdadera intención, más normal, que reanude la actividad de unas palabras que solo yo debo de haber malentendido y, por lo tanto, arruinado. Pero sigue pasando el tiempo y nada de esto sucede. Pasan ya de las cuatro de la mañana. De hecho, queda muy poco para que el reloj marque las cinco de la mañana. Tal y como ha ido desarrollándose la madrugada, sé que pronto serán las seis, las siete de la mañana. Y llegará así el momento de marcharme al trabajo, y no habré dormido nada. ¿Cómo podré explicar allí el motivo de mi desazón, que me haya presentado hoy en estas condiciones lamentables? Seguramente llevaré marcados en la cara los motivos de mi vergüenza y mi ignominia, aquella a la que he arrastrado al inocente autor de ese estado y también al resto de sus contactos que, inadvertidos, reaccionaron ante él con despreocupación, según el verdadero sentido de aquellas palabras, antes de que yo haya destruido para siempre, como en un juego de fichas de dominó terrorífico, su crédito y sus vidas. Dudo que nadie vaya a perdonar la monstruosidad en la que voy a vivir sumido a partir de ahora, después de haberle dado de forma tan irresponsable, tan irreparable, a ese estúpido y lamentable, sonriente y demoníaco emoticono.

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