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No pasa nada, ni pasará nada

Publicado el 21 febrero 2010 por Bonhamled

Tengo una idea de Dios bastante incomprensible. Debo decir que creo en Dios pero en un Dios bastante peculiar y, de eso no cabe duda, que yo mismo he creado. Este Dios imperfecto más tiene que ver con el ideal de moral en su límite superior absoluto, kantiano, que en la representación que algunos de sus vicarios, las religiones, me hacen de él/ella.
Se me hace, en general, bastante dificil entender el Dios "general" de las religiones que es omnipotente y bueno al tiempo, dejándonos en un limbo lógico dificil de digerir. Bueno, por imperfectible, y omnipotente, por definición, pero, al tiempo, dejándonos convivir con todo el dolor, la incertidumbre y la pesadumbre que el mundo tiene en cada giro rotativo o traslativo.
Pero descenciendo un poco más, mi poco gusto por las religiones, un verdadero episodio de revelaciones contra el sentido común y la lógica topa con mi educación y, hasta cierto punto, el "temperamento" sentimental de mis valores más básicos. Reniego del hacer de la religión cristiana católica pero desde ella misma. Es decir, encuentro severas contradicciones pero a partir de los fundamentos de pensamiento que ella misma permite.
Esto es impostante desde el punto de vista historicista porque es la clave del pensamiento occidental, la iglesia y la religión han espoleado el pensamiento y, en muchos casos, ha llevado a la propia negación de la religión y la iglesia. Debemos incluirlo entre los grandes haberes de las iglesias cristianas que a diferencia de la religión del Islam permite disintonías o incluso disidencias,. Es cierto que en siglos pasados saldados en juicios y ordalías, pero que en los últimos trescientos años ha permitido un desarrollo filosófico y moral de primerísimo orden que ha devenido originando el grado de libertad, desarrollo y progreso que vivimos que serían imposibles sin un Giordano Bruno o un Copernico, sin un Galileo o un Newton, sin un Einstein o un Bertrand Russell o un Leibniz.
Pero no quiero perderme en filosofía parda ni en pensamientos tan de mi cuño que dejen en offside a la mayoría de los lectores. Creo que la religión es ese cuento para adultos, que busca una redención frente a la aspiración angustiosa, y también alegre, de Sísifo que cada uno de nosotros alumbramos con cada alborada, que busca una mínima analgesia ante el espectáculo de lo horrible, lo surreal y lo sádico de la vida y que pretende conjurar prometiéndonos "lejos y tarde" una justicia o una recompensa a la que probablemente nos ceñimos más por un mínimo de dignidad moral y justicia que por verdadera devoción.
La religión es, en resumen, un compendio de actos de Fe que muchos de ellos, o todos sin el resto, son ejercicios vacuos de funambulismo lógico y filosófico pero en muchos casos son los únicos o últimos una vez abandonados cualquier otro tipo de esperanza.
Aún así valen y sirven, porque el modelo que se nos presenta la religión, la moral cristiana se basa en el amor al prójimo, por mucho que parezca al contrario, y a cada uno de los miembros, a veces ovejas, otras borregos, otras cabras masculinas adultas. Ese amor como base, ese querer al otro que sostiene cualquier respeto, cualquier condición o merecimiento merece mucho la pena y está en el fundamento de esas personas que dan su vida, su sacrificio, su esfuerzo y su pensamiento para ayudar a otros, aliviar a otros, mejorar la vida de otros. En ese absoluto moral, en ese concepto imperfectible de amor por otro hallo, por mera proyección, la moral perfecta, es decir Dios, y ahí es donde a pesar de mis desencuentros me encuentro con la religión del sacrificio, el amor y el prójimo como más cercano próxima y creíble.
Y ya descendido de estas alturas, por justificarme, por coordinar, como en un universo pequeño y en juguete, pensamientos que conviven en mi y que se dan de golpes entre si vuelvo al asunto que me anima a escribir y del que me he derivado en esa digresión filosófico-especulativa.
Una amiga pasa momentos de incertidumbre ante la posibilidad, remota, imposible, pero también humanamente aceptable de poder tener esa enfermedad terrible que si bien no es definitiva en muchos casos así se ha dado vestida de némesis incontestable.
Jóven, trabajadora, con tres hijas, guapas y pequeñísimas, y con un marido, amigo, que mirará expectante mientras con otro ojo mira el desenvolvimiento de una crisis que le tocará más cerca de lo que hubiera deseado, muestra un temblor leve ante la posibilidad terrible de que la marea del tiempo, de la suerte, de la vida, del porvenir se vuelque abrupta sobre los suyos.
Intento capitalizar la lógica y contextualizar la situación: en un examen médico anterior no se detectó problema pero un método más profundo dejará claramente la prognosis en lo que es: un susto sin mayor complicación, pero un susto.
Sin embargo el miedo, por el futuro, por las niñas, por si misma y por la familia, atenaza. El miedo, lleno de noches solitarias y pensamientos dados a luz de aluvión, se hace fuerte y descabalga el nunca muy sostenido imperio de la lógica.
Ahí es donde la tabla de salvación de la religión y de "caso" a este pantocrator terrible que nos mira reprochándonos lo que él mismo nos permite hacer con su albedrío tramposo toma lugar. Donde el llamar o mirar al cielo tiene su sitio como lugar de esperanza, como luz en el camino del miedo, como imposibilidad moral, histórica, lógica de resolución, como si la vida tuviera un hilo hilvanado que justificara el futuro a tenor o como consecuencia del pasado.
Como digo ahí, en la fe en el futuro, en la fe en un bien que no tiene porque ser mal, que no está obligado a serlo, que a nadie beneficia es donde yo me sumo, me ciño ese cilicio que en lógica a veces me llama a abandonar pero que en concepto acompaso en mi andar.
Me pide esta amiga que rece porque esta amenaza incomprensible no cristalice, no se convierta en el daño amargo y presente, no aboque al agrío de la sucesión de doctores y tratamientos, aunque casi siempre se resuelva con éxito.
Y yo, a pesar de todo el devenir de pensamiento que he intentado reducir en las primeras, y supongo que bastante ininteligibles frases de este artículo, me uno. Y me uno por eso, porque es un grito moral, casi camusiano frente a los desastres de la vida.
Por eso, y porque es una necesidad humana el encontrar acomodo, un lugar caliente, un pesebre bajo techo aún en la blanca y terrible noche del invierno de todos los veinticinco de diciembre digo:
Padre nuestro que estás en los cielos,
Santificado sea tu nombre.
Venga a nosotros tu reino.
Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo
Danos hoy nuestro pan de cada día
Perdónanos nuestras ofensas como nosotros también perdonamos
a quienes nos ofenden
No nos dejes caer en la tentación
Y libranos del mal
Amen.
Además también debo decir apropiadamente por ser tocaya:
Dios te salve, María.
Llena eres de gracia
El señor es contigo,
bendita tu eres entre todas las mujeres
y bendito es el fruto de tu vientre
Jesús
Santa María madre de Dios,
ruega por nostros pecadores
ahora y en la hora de nuestra muerte
Amen.
Queden ahí escritas y deseadas como una promesa sobre un futuro que no tiene que ser siempre malo, que no ha de serlo necesariamente, que, en este caso, no debe serlo, y como un brindis al futuro que siempre se me antoja mejor: más claro, más prometedor y amigable.
Un grito al cielo, un bocinazo que nos recuerde lo imposible y lo posible. Recuerdos del día de mañana.
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Despierte el alma dormida, avive el seso e despierte. A fin de cuenta sino pensamos y vivimos para que queremos estar. Los pensamientos de hoy son recuerdos del mañana que tenemos hoy.

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