Hace días que sus ojos verdes arañados por esa pupila alargada se ven reflejados en toda la pared de la pecera. Y por eso, precisamente, porque hace días, el pez ha dejado de tenerle miedo al gato. Porque sabe que no le comerá. Ha tenido tiempo de sobra para meter la zarpa e intentar cazarlo. Ha podido tirar la pecera al suelo para romperla en pedacitos y cuando él hubiera dejado de saltar, muerto por la asfixia, habérselo merendado. Pero no ha hecho nada de eso.
A lo mejor es que el gato le tiene envidia. El pez tiene ese lugar semiesférico y cristalino para él solito. No tiene una caja de arena donde defecar, ni tampoco comida que sabe a rayos (aunque nunca ha probado la comida que le dan de comer al pez). Quizá es que a él le hubiera gustado nacer pez en vez de gato. O a lo mejor es que mientras le observa nadar, se da cuenta de que el estrés se le pasa. Se relaja observando cómo sus aletitas y su cola le impulsan de un lado a otro de la pecera, vuelta y vuelta, y después otra vez. Es posible que envidie su memoria de tres segundos, porque así es mucho más difícil recordar que hace días que nadie le acaricia y que el silencio de la señora Carmen es sepulcral. Que hace días, todos los que él se la pasa observando la pecera, que ella no sale de su cuarto.
Y un pestilente olor a carne podrida, que ni al gato más callejero podría atraer, está comenzando a pegarse a las paredes de la casa, donde la sombra negra de la muerte ya no deja pasar el sol.