Pasó lo mismo que el año anterior. Faltaba media hora para el brindis y descubrimos que alguien se tomó la sidra que estaba esperando a ser descorchada en la heladera. Que fue la Brenda mientras cortaba las frutas para la enselada, que se la llevó el Miky al campito para tomar con los amigos, que esto, que lo otro. Lo único cierto es que no teníamos sidra.
Ana dijo que lo olvidáramos, que brindábamos con vino, con cerveza, con lo que "haiga", dijo muy campechana sin reparar en la palabra utilizada. Pero yo miré a la vieja y la desazón que encontré en su rostro me desmoronó. ¡Con lo que le gustaba la sidra! Pobre vieja, siempre laburando para tener todo impecable para sus hijos y la vez que podía sentarse a tomarse una copita de sidrita con su familia, algún inmaduro le quitaba el placer.
Me puse de pie y me acerqué a la vieja. Le murmuré al oído, la besé en la mejilla y me alejé guiñándole un ojo al Pipi, que con sus tres añitos era ajeno a todo, repleto de tierra de pies a cabeza, jugando en el suelo con sus autitos.
¿Dónde vas? me preguntaron casi a coro Elena y mi mujer. A comprar una sidra, les dije como si fuera lo más normal del mundo. Las dos se miraron asombradas. Para no estarlo, casi medianoche, casi año nuevo. ¡Quién tendría un negocio abierto a estas horas! Y menos en el barrio, donde solo había un kiosco y cerraba apenas amagaba con irse el sol.
Mi mujer se me acercó apurada. Pensé que me pediría que me quedara, que no saliera, que ya casi era la hora del brindis. Pero en realidad lo que quería era decirme que fuera en la bicicleta de mi cuñada para hacer más rápido, y que si encontraba pasas de uva con chocolate, le trajera un paquetito, porque tampoco quedaban más y era la única confitura que la tentaba.
Salí pedaleando, escuchando algún que otro petardo a la distancia y cruzando, con la vista, más de una cañita voladora reventando en el aire.Como supuse, en el barrio la búsqueda era decidamente en vano. Cambié el rumbo y tomé una calle hacia barrios más céntricos. Se veía gente en las veredas, algunas mesas al aire libre, ventanas iluminadas con grupos de personas comiendo o charlando del otro lado, se observaba fiesta y buen ánimo en todas partes, pero no había ni miras de un negocio abierto.
Recordé entonces la estación de servicios por la ruta. Miré la hora en el celular y lo volví a meter en el bolsillo de la camisa. Unos quinces minutos para el año nuevo. Le metí ganas al pedal. La idea de no llegar para el brindis me ponía los pelos de punta. Pero pensaba en la viejita y entonces volvía a entender la razón por la que estaba yendo en bicicleta hacia las afueras de la ciudad.
Fui silbando La Cumparsita, como cuando era pibe y salíamos con el Mingo, mi abuelo, a andar en bici hacia el puerto. Nos gustaba quedarnos por horas mirando el movimiento portuario. Es que el viejo había sido marinero, según me contaba entonces, ganándose toda mi admiración. Después, con los años, supe que había sido toda una mentira, que conocía el mar de fotos y que lo único que hacía al llevarme allí era escapar de su trabajo en el taller de calzados que tenía en el garage de su casa. ¡Pero quién me quitaba todas sus historias, inventadas o no!
Fue entonces que vi las luces de la estación de servicios. Sentí un alivio enorme al divisar a un empleado detrás del mostrador. Desaceleré y me bajé de la bicicleta aún estando en movimiento, como cuando era chico y hacía enojar a la vieja con eso, que temía que me diera con la ñata en las baldosas.
- Buenas noches - dije con elocuencia, feliz de haber encontrado algo abierto - ¿Tendrá una sidrita para vender?
- ¿Va a brindar solo, mi amigo? - preguntó cansino el hombre, mientras se dirigía a la heladera del fondo.
- No, estoy con mi familia, pero nos quedamos sin sidra.
- Error de cálculo.
- Má no. Algún vivo que se la tomó y no dijo nada.
- Ovejas negras hay en todas las familias.
-Ni que me lo diga.
- Aquí tiene, bien fría - el empleado me extendió la botella, dentro de una bolsa.
Por alguna razón, reparé en la situación del hombre. Trabajando a minutos de explotar el cielo en millares de colores y sonidos, del entrechocar de copas de norte a sur cuando las campanadas de la iglesia frente a la plaza den las doce. Y no pude resistir a la tensación de preguntar.
- ¿Debe ser feo estar acá, en este mostrador, cuando todo festejar, no?
El hombre sonrió, pero fue una sonrisa triste, como resignada.
- Y para qué le voy a mentir - me dijo - La verdad es que vivo solo, así que cada año pido trabajar la noche de Navidad y la de Año Nuevo, para no joder a los demás, que tienen familia.
- Pero che, la pucha. ¿Ni un familiar, nada?
El empleado, mientras buscaba el vuelto para mi billete, meneó de un lado a otro la cabeza.
- Y digo - proseguí, sin intención de enterrar ninguna cuchilla pero con la curiosidad propia de una vecina con rulero y escoba en la mano - ¿no le molesta tener que hacerlo?
- ¿Trabajar en medio de una fiesta? Para nada. ¿Se piensa que soy el único? Se equivoca, imagínese la cantidad de estaciones de servicio abiertas en este momento en el país. O la cantidad de guardias de seguridad en bancos, fábricas o empresas, recorriendo en estos momentos el perímetro, controlando cámaras de seguridad, estando alerta. O en los camioneros que viajan, los taxistas recorriendo las calles, los médicos y enfermeras atendiendo una urgencia, o prontos a ayudar a dar a luz en un parto. O los policías, que velan por los demás. Los bomberos alertas para combatir cualquier siniestro. Los colectiveros cubriendo las distancias sin quitar la vista de camino. Y mírese a usted, hablando aquí conmigo, cuando en su casa deben estar levantando las copas, chocando unas con otras. Tome, aquí tiene su vuelto.
De inmediato, los estruendo lejanos, se conviertieron en una estampida de cohetes, explosiones y gritos de algarabía que vaya saber de qué parte traía la brisa veraniega. Y al levantar la vista, a través del enorme ventanal, fui testigo del sinfín de colores que estallaban sucediéndose uno con otros en brutal coreografía.
- Feliz año nuevo - me dijo el hombre, teniéndome la mano para saludarme.
No dudé en darle un abrazo y abrir la sidra que acababa de pagar. No había copas, así que nos pasamos la botella y tomamos del pico.
Cinco minutos después pedaleaba de nuevo hacia la casa de la vieja, con una sidra fría sin abrir en una bolsa de nylon, ocasionalmente estampada con un arbolito verde y bolas de colores. Iba silbando La Cumparsita, sabiendo que al llegar recibiría reproches y vaya a saber que más. Pero la sidra me había entonado y poco me importaba. Pensaba en la vieja, en su copita llena, en la dicha de poder sentirme libre y saber que los momentos, por más efímeros que fuesen, son únicos e irrepetibles, estemos donde estemos. ¿Quién me quitaba ser testigo de la sonrisa del empleado, al fin brindando con alguien? ¿Quién me quitaba el poder salir en pleno año nuevo a buscarle una sidra a la vieja?
Me sentía un super héroe, alguien renovado. Podía ser el efecto de las primeras horas del nuevo año o bien, el alcohol de la sidra. Poca importancia tenía. Eran como las historias del Mingo. Si eran ciertas o no, de qué valía. Me habían hecho bien, me habían llenado el alma, la infancia.
El viento me daba en la cara, bendiciéndome en el primer día de enero. Podía ver la lamparita del frente de la casa titilando en la noche. Y debajo de esa luz oscilante, la figura de mi mujer, esperándome - preocupada - con los brazos cruzados.
Sonreí sin ocultarlo y pedalié con más fuerza, con tantas ganas de abrazarlos a todos, que la alegría no cabía en mí.