Publicado el 06 febrero 2013 por Profesor_alfaro
@profesor_alfaro
Una señal de que las cosas no están bienPor Roberto Gargarella | Para LA NACIONNo hay nada que celebrar cuando los funcionarios públicos comienzan a ser víctimas de "escraches" o abucheos en la vía pública, o cuando la vida pública comienza a poblarse de piquetes o cortes de rutas.Ambas situaciones, con sus muchos paralelismos y diferencias, son un síntoma de que los asuntos públicos no están bien, y de que el malhumor comienza a tomar el corazón del pueblo. Por lo demás, los piquetes tienden a perturbar a terceros ajenos a las quejas que los motivan, y los "escraches" pueden afectar dolorosamente a las familias de los que son repudiados, con toda la tristeza que eso conlleva. Por esta razón uno condena moralmente abucheos como el que sufrió el viceministro de Economía, Axel Kicillof, nada menos que delante de sus hijos de 2 y 4 años.Pero es importante que reflexionemos sobre este tipo de eventos de resonancia pública más allá de nuestros gustos o disgustos personales. Voy a referirme brevemente a ambos -piquetes y escraches- teniendo en cuenta, para el primer caso, las protestas realizadas por grupos marginados, que ven afectados sus derechos básicos; y para el segundo, los abucheos públicos recibidos en estos días por diferentes funcionarios del gobierno nacional.Ambos casos no sólo revelan cualidades obvias o triviales del carácter de tantos ciudadanos (muestran lo intolerantes que somos), sino que dan cuenta de ciertos rasgos básicos de nuestro sistema institucional. Por un lado, dejan en claro la precariedad de ese esquema institucional, que cuenta con pocos -o demasiado corroídos- canales para vehiculizar nuestras quejas. Por otro, expresan una penosa certeza compartida: la de que no tiene sentido transitar los caminos institucionales de la queja. Sólo las vías extrainstitucionales parecen ser apropiadas, ya sea para dejar constancia de nuestras demandas o, al menos, para obtener alguna módica atención pública.Se trata, finalmente, de un grave aprendizaje colectivo: hemos aprendido a reconocer que las vías formales no merecen ser transitadas (un aprendizaje, por lo demás, escaso: tendemos a quedarnos fijos en la inercia de la lección aprendida).Aprendimos que las oficinas públicas no están para recibir nuestros reclamos frente al Gobierno, sino para proteger al Gobierno frente a nuestros reclamos. Aprendimos que no conviene hacer públicas nuestras críticas al poder, que en cambio sí tiene el derecho de "escracharnos" en público (en otros términos, nos nutrimos de un ambiente público hostil, atizado cotidianamente desde el poder).Aprendimos que el poder nunca dará un paso atrás: negará cualquier acusación que le hagamos; dirá que lo que en verdad nos ofenden son sus virtudes; denunciará que en realidad nosotros somos los deshonestos.Lo dicho no pretende justificar, sino, ante todo, explicar ciertos fenómenos colectivos. En todo caso, sí se trata de una explicación que tiene pretensiones normativas. Ella refuerza, por un lado, un punto jurídico obvio: acciones como las de un abucheo pueden gustarnos o no, o ser de un horrible mal gusto, pero los funcionarios públicos deben gozar de menor protección jurídica frente a las críticas (no sólo, pero sobre todo, si se comprometen con un sistema que no ayuda a canalizarlas).Se trata de una explicación con pretensiones sociológicas: ella sugiere que no tiene mucho sentido pedir que no se corten calles o no se insulte a los funcionarios. Seguirá ocurriendo, mientras las razonables quejas públicas no encuentran atención, cobijo, reparo..