Las noches de agosto son largas y pesadas como losas. El calor se ensaña, te desvela y los nervios te descoyuntan en alma. Ya insomne y empapado en sudor buscas mentalmente en que bifurcación del camino te equivocaste de sendero y tomaste el malo, el que te trajo aquí. Al poco deduces que han sido varios miles los desvíos erróneos que has agarrado en tu vida y eso no te consuela lo más mínimo.
Los vecinos en la calle hablan a gritos, como en una película italiana. Si te fijas es fácil identificar las tipologías humanas, distrae del calor. Siempre hay alguno que lleva los ramales, suele ser el listo de la calle: reconduce la charla a los temas que domina. Lleva siempre razón y pelea por ella con argumentos a veces imposibles, incomprensibles e injustificables. No deja a nadie de meter baza y los demás lo escuchan como si oyeran llover, alguno incluso se lo imagina y se refresca. El gracioso que cuenta chistes para sordos y acaba el chascarrillo carcajeando, aún más alto. El que no toma partido, o el que sigue al que ramalea a pies juntillas. Quien asiente, quien niega, quien calla.
Al poco consigues difuminar la escandalera, apartarla y que se quede como un ruido de fondo, con el poder de tu mente, que solo sirve para cosas insignificantes como aminorar una conversación y que no resulta con el cupón de los ciegos. Los que una vez metieron flores en la boca de los fusiles son los que ahora mandan y nos meten las cabras al corral. Algunos siguen hablando como las mises, pero se aplican la máxima de mi abuelo:
—Haz lo que yo diga, pero no lo que yo haga.
Los vecinos se callan y la mente sigue. Te acuerdas de la historia de una gente a la que dejaron descalza. Y te la relatas. Hubo una vez una familia que vivía en la finca, muy lejos del pueblo, cerca de Manzanares. Todos: padre, madre e hijos. Todos trabajaban: en el campo y con las ovejas; haciendo queso, con el tractor, con el escavillo, etcétera. Venían solo a comprar el hato y a besar a los parientes.
Un año sembraron melones, a la hora de cosecharlos el precio de la cucurbitácea estaba por el suelo. En consejo familiar decidieron defender ellos la fruta, optaron por hacer venta ambulante, yendo con la furgoneta por los pueblos de la provincia después de cada corta. Tras cosechar la primera tanda, la echaron en el furgón y una vez preparados se fueron toda la familia a la zona de la Sierra Madrona y el Valle de Alcudia.
Iban por la calle con la furgoneta voceando el género, el padre guiando el auto y los hijos y la madre aporreando puertas. Se les dio bien la jornada. Pensaron en hacer noche dentro del vehículo en las era de un pequeño pueblo cerca de Almadén. Una vez instalados y dado el olor, optaron por sacar las alpargatas fuera del coche. Era sábado. Cuando despertaron no encontraron ningún zapato: o se los llevaron los perros o algún gracioso.
Descalzos los cinco o seis, se encaminaron al pueblo a ver si encontraban una zapatería en donde los quisieran socorrer. En la plaza del lugar encontraron una, cerrada por ser domingo. Llamaron pero no les abrió nadie, ni en ninguna casa cercana. Abatidos se sentaron en la acera, pensando en venirse al pueblo con los pies desnudos (iba a poner encuerados, pero resultaba paradójico). De la iglesia salió el cura que era de aquí, los conoció desde largo, se acercó a ellos y le busco a un alpargatero.
Un grillo, como si la cosa no fuese con él, interpreta su monótona canción, una triste salmodia a la que vas buscando el ritmo:
—¡Cri, cri!… ¡cri, cri!… ¡cri, cri!… ¡cri, cri!…
Le contesta otro, más cerca ¡cri, cri! Y otro, ¡cri, cri!, este suena dentro de la alcoba. Te levantas con toda la furia del Averno y enciendes la luz… Buscas al grillo que sigue gritando estúpidamente ¡cri, cri!, bajo las sábanas, debajo de la cama, miras dentro del calzoncillo. Desesperado coges una chancla con intención de espachurrar al zapatero. ¡Cri, cri!
Al rato descubres que sobre la mesita el teléfono vibra y chirría: son las siete de la mañana.