Prólogo
El pueblo surge entre retazos de niebla, como si de un mar de algodón se tratara…
Las nubes que cargaban sobre el río, ascendían hacia el borrascoso cielo como conos de espuma blanca y con las fuertes rachas de viento, se dispersaban hacia las cercanas colinas, en una danza de velos glaseados teñidos de naranjas, rojos y añiles, del sol de poniente.
Capítulo uno
Había visto amanecer al volante de mi camioneta Ford. Eso venía siendo lo habitual desde que me abrieron la zona de actuación. El futuro no pintaba demasiado bien para un comercial de cincuenta y tantos, con el batallón de jóvenes promesas del Marketing, – pertrechados con sus Portátiles, PDA y Estudios de Mercado – que se incorporaban a diario, dispuestos a relevarte después de treinta años, de la pesada carga de un un puesto de trabajo fijo.
No estaba en posición de rechazar la oferta de ampliación de la zona de incidencia – así lo llamaban ahora – aunque esto, me obligaba a rodar por las interminables carreteras del medio oeste y a dormir en Moteles “cutres” y apartados de las grandes ciudades, de lunes a viernes.
Solo disponía de un CD de música para aliviar la soledad y aumentar mi euforia. Ella Fitzerald y Louis Amstrong. Un dueto de Jazz que cumplía sobradamente con su objetivo. Soñaba con las pasiones contenidas en sus desgarradoras notas. En ocasiones creía que mi voz empastaba magistralmente con las suyas y gritaba las letras de las canciones, como si fuese un poseso, por las ventanillas bajadas de la cabina. Abiertas hacia la espesura verde que me rodeaba.
Creo acertar si digo, que ésta fue la razón por la que no escuché nada extraño que llamase mi atención o pudiese alarmarme, hasta que de improviso al salir de un badén, me tropecé con ella. Tendida en la carretera. Inmóvil. A punto estuve de aplastarla. Pisé de golpe el pedal del freno, mascullando una serie de maldiciones y al mismo tiempo, por descabellado que parezca, rezando con todas mis fuerzas para que las ruedas de la camioneta , no le pasaran por encima.
Realicé un brusco giro de volante desplazándome del centro de la calzada. Lo que provocó que perdiese el control del vehículo, que empezó a rodar por su cuenta entre los límites del bosque, a la vez que me sacudía por encima, todas las ramas y arbustos del mundo. Hasta que, fui a dar contra un grupo de troncos cortados y almacenados en un claro. Allí el motor soltó un generoso bramido y se paró.
No podía creerlo, aparte del tremendo susto y los nervios – causa directa de que mis extremidades no me sostuviesen en pié – no tenía ninguna herida . Estaba ileso y después de constatarlo, salí disparado hacia la carretera. No podía permitir que pasara otro vehículo y no la viese, o no pudiese esquivarla a tiempo…
En el punto donde creí haber tropezado con la extraña muchacha, no había ni rastro de persona alguna.
.- Solo han sido unos pocos instantes – mascullé – es imposible que nadie haya pasado sin observar las señales del derrape. No había oído que circulase otro automóvil y por descontado ningún frenazo.
Me percaté que no había visto a nadie por el espejo retrovisor en los últimos veinte minutos de viaje. Entonces., ¿Que podía haber ocurrido?, ¿dónde estaba ella?, ¿como se podía haber marchado por si misma y tan rápidamente?.
Unas cuestiones que se me agolpaban en mi maltrecha frente – tenía un buen golpe donde había rebotado contra el volante – mi modelo carecía de “air-bag” , algo incomprensible para algunos que no eran capaces de entender la belleza de “los clásicos”.
.- ¿Habría sido objeto de una broma de mal gusto ?,
Estaba al día de que en los pueblos apartados, los recursos para entretenerse los jóvenes son muy limitados.
.- ¿Pero esto?.. ¡ Una joven tendida en la carretera y casi desnuda!
¡Era macabro, rayaba la perversión !. – El pueblo está a pocos kilómetros – pensé – iré caminando, mientras quede un poco de luz. Es posible que si sólo ha sido un juego, les pueda encontrar, quizá la muchacha, se haya asustado y esté agazapada entre la maleza, quizá sólo estuviese desmayada o dormida.
Yo mismo me daba cuenta al pronunciarlo en voz alta de lo débil de mi razonamiento, pero no encontraba otra explicación, mientras avanzaba en dirección opuesta a las ruedas de mi coche.
Capítulo dos
Después de varios kilómetros siguiendo la carretera norte. Intentando sin apenas lograrlo, apartar de mí un creciente pánico por la indefensión en un paraje desconocido, y sumido en la oscuridad. Llegué a la posada sin mayor contratiempo.
Durante todo el trayecto estuve pendiente de los sonidos que me llegaban del bosque, de atisbar las posibles luces de algún vehículo que pudiese cruzar por delante de mí, pero no me encontré persona alguna.
Parecía ser el único caminante en aquella ruta del mapa.
Al entrar en el pueblo, ya era noche cerrada, los aromas a niebla y leña de los hogares estaban flotando por sus despobladas calles, por detrás de las cortinillas de las casas se adivinaban escenas domésticas y las luces cálidas de sus cocinas, se extendían hasta las aceras y los porches, recordándome lo lejos que me encontraba de la mía propia.
“La Rata Dormida”, que así se llamaba la posada estaba ubicada en lo que me pareció una casita encantadora – estilo victoriano – del siglo pasado. Franqueada por unos macizos de rododendros y unas rocallas con bulbos de invierno, el romántico jardín se abría paso hasta la vivienda.
De la chimenea emanaba un penacho de humo blanco y desde el porche, se percibía un aroma prometedor a cocina de leña y pan caliente, empecé a salivar y añorar una cómoda cama donde pasar la noche. Los batientes de una de las ventanas golpeaban con saña, lo que parecía no importar demasiado a sus moradores. Llamé repetidas veces al timbre sin recibir respuesta y me asaltaba la duda de que los mismos estuviesen ya en sus camas y no quisieran responder a visitas de horas intempestivas, cuando en ese instante, la puerta se abrió de golpe y comprobé que en absoluto, estaba preparado para lo que se presentó delante de mis ojos.
Tenía ante mí a una bruja… Un par de enrojecidos ojos desprovistos de pestañas y avinagrados, me miraban desde un rostro cenicento y arrugado, que me escrutaba sin contemplación. Mientras sus labios casi inexistentes, se contrajeron en una horrible mueca que intuí quería ser una sonrisa y pronunciaban unas corteses palabras de bienvenida, su lenguaje corporal y sus ademanes, me expresaban sin asomo de duda, lo contrario.
La vieja me instó a entrar rápidamente en la casa, el frío era dueño de la calle y se presumía que el termómetro todavía no había hecho más que empezar su descenso a los grados inversos.
Me asignó una discreta habitación de la planta baja, al lado de la cocina.
.- Cerca de la caldera estará más confortable -dijo – y me exigió pagar una considerable cantidad por adelantado porque según tenía establecido, era la costumbre para clientes que llegaban en plena noche y sin equipaje.
Capítulo tres
La vieja, se paseaba en derredor de mi persona olisqueando y sonsacándome el
porqué de mi presencia en este villorrio en medio de ninguna parte. Parecía una anciana resabiada y desconfiada, pero no me resultaba en absoluto temible, más bien su solicitud me abrumaba.
Se ofreció a prepararme una taza de caldo de ave caliente y algo de comer, me dijo que por la mañana llamaría al taller mecánico para que me recogiesen y así poder llevarles hasta donde se había quedado el coche, para remolcarlo y traerlo al pueblo.
.- No tengo idea del sitio exacto – le dije- empezaba a estar cansado de tantas horas al volante y las luces del atardecer conferían una imagen desacostumbradamente hermosa a los bosques que bordean la carretera.- Le transmitía mi inquietud por el extraño incidente.- Eso me distrajo del terreno en el que rodaba y el que sea la primera vez que me adentro en esta parte del país hizo el resto.
.- Posiblemente lo que ha creído ver en la carretera, solo haya sido una alucinación por la niebla y el cansancio acumulado – dijo – esto es un pueblo muy pequeño y no se ha comentado nada en todo el día. Aunque ya se sabe, estamos en la noche de difuntos y se cuenta que en noches como ésta, las almas que no quieren dejar el mundo terrenal, vagan por los lugares cercanos a los camposantos, para, con engaños, buscar a sus víctimas y apoderarse de sus cuerpos.
Ninguna sopa caliente, hubiese podido en ese momento, evitar el escalofrío que me recorrió la espalda, ni aliviar el temor que sentí, de haber tenido que permanecer en el camino del bosque tan entrada la noche. Menos mal que estaba a resguardo, en un hogar caliente y aunque no era lo más deseable, sí en compañía de un ser humano y no de un espectro de la noche de difuntos.
Cuando hube terminado mi cena, la vieja, se levantó de la silla en la que estaba sentada y pude observar la rigidez de su paso, no cojeaba ostensiblemente, pero si tenía un andar vacilante, que me pareció propio de su avanzada edad. Se apoyaba en un robusto bastón y la creí muy capaz de utilizarlo sin reparos, para cualquier otro uso que se le antojase. Por lo que intenté ser lo más cordial y generoso con los adjetivos de gratitud que se me pasaron por la imaginación, mientras la seguía hasta mi cuarto.
La habitación era amplia, ambientada como el resto de la casa, con pesados marcos dorados para espejos. Retratos de desconocidos personajes con levita y sombrero y damas de cuellos revestidos de perlas y plumas. La decoración concluía con una inmensa cama y un bufete en una esquina del ventanal, cubierto con unas pesadas cortinas de cretona floreada, que impedían totalmente la entrada de luz del exterior. Desprendía un olor típico a lugar cerrado y húmedo, las sábanas aunque raídas estaban limpias y la cama era blanda y mullida, de forma que, estos condicionantes unidos a mi cansancio y los acontecimientos que me llevaron hasta donde estaba, me dejaron profundamente dormido en pocos minutos.
Capítulo cuatro
El golpe se repitió y esta vez, estuve seguro de estar completamente despierto. Provenía del interior de la vivienda, pero de alguna zona alejada a donde yo me encontraba. Estiré el brazo para encender la luz de la mesilla de noche y comprobé que no había calefacción.
.- Se debe de haber apagado la caldera – pensé – me levanté tiritando y busqué con la mirada mi reloj. Eran poco más de las tres de la madrugada. Me vestí y decidí acercarme a la cocina para calentar y tomar el resto de caldo de la cena y de paso comprobar si había alguna posibilidad de paliar el intenso frío que se había adueñado de la casa.
La cocina estaba helada, no había ni rastro de la vieja . Imaginé que estaría en su habitación, atrincherada en su cama, debajo de un montón de mantas y tapada hasta la verruga, con ese pensamiento y una maliciosa sonrisa en mi cara, me dispuse a encender el fuego. Abrí la alacena, los armarios superiores y una antigualla de nevera, sin encontrar ni rastro del caldo de anoche, ni pan, ni nada que pareciese ser comestible. El humor me cambió de repente .
- ¿ Pero que se había creído la mesonera, que iba a levantarme a medianoche a vaciarle la despensa?, menuda urraca.
Pensé en recoger mis trastos y largarme del caserón lo antes posible.¡ Ojalá lo hubiese hecho!. Al cruzar el pasillo, para entrar en mi habitación, lo sentí, fue un leve, casi imperceptible rumor, como un batir de alas. Me quedé quieto, pegado a la pared y con el pomo helado de la puerta en mi mano.
Escuché sin apenas respirar.
Toda mi atención se situó entre el pasillo y la escalera.
Allí, en el primer recodo, lo vi aparecer, seguido de un chasquido. Un tenue resplandor, que se colaba entre los barrotes y parecía deslizarse. Bailar una danza entre las sombras del pasillo y las puertas del piso superior. Después, de nuevo el murmullo, como una risa contenida, como un envite a lo prohibido…
Me precipité fuera de la habitación, subí las escaleras de cuatro en cuatro, crucé el descansillo y me dirigí al ultimo piso. Era un pasillo circular con dos puertas cerradas, me detuve delante de la primera desde donde sin lugar a dudas, me llegaba el resplandor y los sonidos.
No sé como tuve valor para darle un gran empellón y abrirla de golpe. Delante de mi podía ver una especie de torre acristalada, a la que se accedía por medio de dos escalones.
Los subí de un salto, al tiempo que inclinaba la cabeza, por la altura del techo – que era muy bajo – de listones de madera y abuhardillado confiriéndole a la estancia una apariencia de desván, o de antiguo cuarto de juegos para niños.
Capítulo cinco
Todavía hoy, con el juicio templado y la seguridad que me dan la distancia y el tiempo transcurrido desde aquella noche, no puedo encontrar a lo que vi, a lo que me sucedió, una explicación lógica y sensata.
En el suelo, delante de mi, tenía una visión espectral.
La vieja que me abrió la puerta de la casa, estaba arrodillada, en el centro de la estancia. Los objetos como danzarines en un baile de marionetas se revolvían en la penumbra de unas velas que iluminaban a duras penas el cuadro.
Iba cubierta de un oscuro velo que dejaba entrever, sus huesudas manos. Éstas se posaban solícitas, sobre los dorados cabellos de la joven de la carretera.
Parecía prepararla para una ceremonia, mientras canturreaba una especie de mantra , oración o letanía. Me quede petrificado. No supe si gritar, echar a correr o simplemente hacer notar mi presencia .No me atrevía ni a respirar. Sentía como las piernas parecían desprenderse de mi cuerpo por los temblores que las sacudían.
Me era imposible pensar de manera racional, estaba muerto de miedo. .- ¿Veía dos fantasmas?.
En ese instante, volvieron sus cabezas hacia mí, dando un giro de ciento ochenta grados .
Sus cuerpos se convulsionaron y vomitaron, todos los espectros y espantos que imaginarse pueda ningún ser vivo, mientras se arrastraban como lagartos arañando el poco espacio que nos separaba.
Salté hacia el alféizar de la ventana del pasillo y de allí al seto exterior, en medio de un estruendo de vidrios rotos y aullidos. Sólo tuve tiempo de recitar una corta plegaria por la noche de todos los santos, antes de desvanecerme, para recuperar el sentido de nuevo en el bosque, al volante de mi vieja Ford…
Segundos después vería tendida, sobre el asfalto, a una joven indefensa. Esta vez, no dudé ni un instante, sabía lo que tenía que hacer, y fui completamente consciente de ello, cuando firmemente, pisé el pedal del acelerador.
Fin
Dawn
diciembre 2021