«Nochebuena» y «La adoración de los Reyes» (Valle-Inclán).

Publicado el 12 noviembre 2024 por Elcopoylarueca

«NOCHEBUENA» Y «LA ADORACIÓN DE LOS REYES»

«… y los seises del cielo
los laudes dicen».
José de Valdivieso

Adoración de los Reyes Magos, Giotto, fresco, h. 1303-1305.

Nochebuena y La adoración de los Reyes son cuentos donde la escritura viste, con su decir bello, la historia de la Epifanía. La Navidad que nos regala don Ramón María del Valle-Inclán (1866-1936) tiene como escenario de fondo la tierra gallega y tiene, ¡cómo no!, el encanto de ofrecernos una visión clara de dos de las corrientes estéticas de su tiempo: el Modernismo y el Costumbrismo.

La adoración de los Reyes (El Imparcial, 6 de enero de 1902) es una narración modernista que describe el pasaje de la llegada de sus Majestades al establo. Valle-Inclán «dibuja» la historia bíblica a la manera de un fresco de Fra Angelico; así de colorida y descriptiva es la palabra, expresada, por cierto, en tercera persona —una curiosidad: la prosa comienza en Belén, pero termina en Galicia. 

Nochebuena (El Imparcial, 24 de diciembre de 1903) es un cuento costumbrista que nos deja la sensación de que nace de un recuerdo de infancia.

Nochebuena transmite veracidad y es también descriptivo, sólo que aquí la palabra no tiene, como sucede en el modernismo, la prioridad de ofrecernos una composición bella. Nochebuena, que está contada en primera persona y con minuciosidad, nos ofrece una escena cotidiana del norte español y montañoso. Lector, ¡es que vemos al niño Valle-Inclán llorando, desconsolado, en el alféizar de un ventanal!

La prosa melódica, la adjetivación enumerativa, el lenguaje figurado, las coplas populares, los tipos gallegos, las repeticiones de vocablos, la primacía de la atmósfera sobre el argumento —sombra proyectada de la estética simbolista— son algunas de las particularidades que dan apoyatura a la estructura narrativa, aunque estas características no se muestran equilibradas en ambos cuentos. 

¡Oh…!, pero sin en algo destacan La adoración de los Reyes y Nochebuena es en la emoción que provocan. Ambos relatos, tan distintos en sus tramas y en las formas de relatarlas, comparten intención en sus desenlaces, pues son ecos de generosidades, a la vez que pronostican desgracias. Y esto sucede porque conforman un mosaico de actitudes humanas. Las tornas cambian cuando se llega al clímax; cambian cuando la placidez da paso a una sensación inquietante, porque tras la Navidad late la historia de la humanidad: alternancia de luces y de sombras.

Nochebuena y La adoración de los Reyes están recogidos en Jardín Umbrío (1920), libro que agrupa una serie de narraciones cortas y muy entretenidas: las hay de misterio, de ocultismo, costumbristas, de bandidos… Jardín umbrío es la última recopilación de cuentos que hizo Ramón María del Valle-Inclán. Es un clásico del cuento breve español y es joya a conservar.

Amigos, la lectura que hoy les ofrezco es atractiva no sólo para aquellos interesados en la Navidad, sino también para los que desean «visualizar» las semejanzas y las diferencias de dos corrientes estéticas que hicieron furor a finales del siglo XIX y principios del siglo XX.

Amigos, en estos cuentos brilla la estrella de los cielos del Giotto y los Magos se abrigan con ricas capas renacentistas. En los cuentos de Valle-Inclán, los dones se entregan, prometen los aromas de la olla de la cena y los personajes, al igual que nosotros, el Milagro de la Salvación esperan.

*

NOCHEBUENA
(Publicado en El Imparcial el 24 de diciembre de 1903).

La Natividad, Anónimo, óleo sobre tabla, siglo XVI.

Era en la montaña gallega. Yo estudiaba entonces gramática latina con el señor Arcipreste de Céltigos, y vivía castigado en la rectoral. Aún me veo en el hueco de una ventana, lloroso y suspirante. Mis lágrimas caían silenciosas sobre la gramática de Nebrija, abierta encima del alféizar. Era el día de Nochebuena, y el señor Arcipreste habíame condenado a no cenar hasta que supiese aquella terrible conjugación: «Fero, fers, ferre, tuli, latum».

Yo, perdida toda esperanza de conseguirlo, y dispuesto al ayuno como un santo ermitaño, me distraía mirando al huerto, donde cantaba un mirlo que recorría a saltos las ramas de un nogal centenario. Las nubes, pesadas y plomizas, iban a congregarse sobre la Sierra de Céltigos en un horizonte de agua, y los pastores, dando voces a sus rebaños, bajaban presurosos por los caminos, encapuchados en sus capas de juncos. El arco iris cubría el huerto, y los nogales oscuros y los mirtos verdes y húmedos parecían temblar en un rayo de anaranjada luz. Al caer la tarde, el señor Arcipreste atravesó el huerto. Andaba encorvado bajo un gran paraguas azul. Se volvió desde la cancela, y viéndome en la ventana me llamó con la mano. Yo bajé tembloroso. Él me dijo:

—¿Has aprendido eso?

—No, señor. 

—¿Por qué?

—Porque es muy difícil.

El señor Arcipreste sonrió bondadoso.

—Está bien. Mañana lo aprenderás. Ahora acompáñame a la iglesia.

Me cogió de la mano para resguardarme con el paraguas, pues comenzaba a caer una ligera llovizna, y echamos camino adelante. La iglesia estaba cerca. Tenía una puerta chata de estilo románico, y, según decía el señor Arcipreste, era fundación de la Reina Doña Urraca. Entramos. Yo quedé solo en el presbiterio, y el señor Arcipreste pasó a la sacristía hablando con el monago, recomendándole que lo tuviese todo dispuesto para la misa del gallo.

Poco después volvíamos a salir. Ya no llovía, y el pálido creciente de la luna comenzaba a lucir en el cielo triste e invernal. El camino estaba oscuro, era un camino de herradura, pedregoso y con grandes charcos. De largo en largo hallábamos algún rapaz aldeano que dejaba beber pacíficamente a la yunta cansada de sus bueyes. Los pastores que volvían del monte trayendo los rebaños por delante, se detenían en las revueltas y arreaban a un lado sus ovejas para dejarnos paso. Todos saludaban cristianamente:

—¡Alabado sea Dios!

—¡Alabado sea!

—Vaya muy dichoso el señor Arcipreste y la su compañía.

—¡Amén!

Cuando llegamos a la rectoral era noche cerrada. Micaela, la sobrina del señor Arcipreste, trajinaba disponiendo la cena. Nos sentamos en la cocina al amor de la lumbre. Micaela me miró sonriendo:

—¿Hoy no ha estudio, verdad?

—Hoy, no.

—¿Arrenegados latines, verdad?

—¡Verdad!

El señor Arcipreste nos interrumpió severamente:

—¿No sabeís que el latín es la lengua de la Iglesia…?

Y cuando ya cobraba aliento el señor Arcipreste para edificarnos con una larga plática de ciencia teológica, sonaron bajo la ventana alegres conchas y bulliciosos panderos. Una voz cantó en las tinieblas de la noche:

¡Nos aquí venimos,
Nos aquí llegamos,
Si nos dan licencia
Nos aquí cantamos!

El señor Arcipreste les franqueó por sí mismo la puerta, y un corro de zagales invadió aquella cocina siempre hospitalaria. Venían de una aldea lejana. Al son de los panderos cantaron:

Falade ven baixo,
Andade pasiño,
Porque non desperte
O noso meniño.

O noso meniño,
O noso Jesús,
Que durme nas pallas
Sen verce e sen luz.

(Hablad muy bajo
andad despacio
para que no despierte
nuestro niñito.

Nuestro niñito,
nuestro Jesús,
que duerme en las pajas
sin cuna y sin luz).

Callaron un momento, y entre el júbilo de las conchas y de los panderos volvieron a cantar:

Si non fora porque teño
Esta cara de aldeán,
Déralle catro biquiños
N’esa cara de mazán.

Vamos de aquí par’a aldea
Que xa vimos de ruar,
Está Jesús a dormir
E podémolo espertar.

(Si no fuera porque tengo
esta cara de aldeano,
le daría cuatro besitos
en esa cara de manzana.

Vámonos de aquí para la aldea
que ya venimos de rondar,
Jesús va a dormirse
y lo podemos despertar).

Tras de haber cantado, bebieron largamente de aquel vino agrio, fresco y sano que el señor Arcipreste cosechaba, y refocilados y calientes, fuéronse haciendo sonar las conchas y los panderos. Aún oíamos el chocleo de sus madreñas en las escaleras del patín, cuando una voz entonó:

Esta casa é de pedra
O diaño ergueuna axiña,
Para que durmisen xuntos
O Alcipreste e sua sobriña.

(Esta casa es de piedra
el diablo la hizo enseguida,
para que durmiesen juntos
el Arcipreste y su sobrina).

Al oír la copla, el señor Arcipreste frunció el ceño. Micaela enderezóse colérica, y abandonando el perol donde hervía la clásica compota de manzanas, corrió a la ventana dando voces:

—¡Mal hablados!… ¡Mal enseñados!… ¡Así vos salgan al camino lobos rabiosos!

El señor Arcipreste, sin desplegar los labios, se paseaba picando un cigarro con la uña y restregando el polvo entre las palmas. Al terminar llegóse al fuego y retiró un tizón, que le sirvió de candela. Entonces fijó en mí sus ojos enfoscados bajo las cejas canas y crecidas. Yo temblé. El señor Arcipreste me dijo:

—¿Qué haces? Anda a buscar el Nebrija. Salí suspirando. Así terminó mi Nochebuena en casa del señor Arcipreste de Céltigos. Q.E.S.G.H. 

LA ADORACIÓN DE LOS REYES
(Publicado en El Imparcial el 6 de enero de 1902).

Adoración de los Reyes Magos, Fra Angelico, tabla, h. 1445.

Vinde, vinde, Santos Reyes
Vereil, a joya millor,
Un meniño
como un brinquiño,
tan bunitiño,
Qu’á o nacer nublou o sol

(Venid, venid, Santos Reyes
veréis la joya mejor
un niñito
como un joyelito
tan rebonito
que al nacer nubló el sol).

Desde la puesta del sol se alzaba el cántico de los pastores en torno de las hogueras, y desde la puesta del sol, guiados por aquella otra luz que apareció inmóvil sobre una colina, caminaban los tres Santos Reyes. Jinetes en camellos blancos, iban los tres en la frescura apacible de la noche atravesando el desierto. Las estrellas fulguraban en el cielo, y la pedrería de las coronas reales fulguraba en sus frentes. Una brisa suave hacía flamear los recamados mantos. El de Gaspar era de púrpura de Corinto. El de Melchor era de púrpura de Tiro. El de Baltasar era de púrpura de Menfis. Esclavos negros, que caminaban a pie enterrando sus sandalias en la arena, guiaban los camellos con una mano puesta en el cabezal de cuero escarlata. Ondulaban suelos los corvos rendajes y entre sus flecos de seda temblaban cascabeles de oro. Los tres Reyes Magos cabalgaban en fila. Baltasar el Egipcio iba delante, y su barba luenga, que descendía sobre el pecho, era a veces esparcida sobre los hombros… Cuando estuvieron a las puertas de la ciudad arrodilláronse los camellos, y los tres Reyes se apearon y despojándose de las coronas hicieron oración sobre las arenas.

Y Baltasar dijo:

—¡Es llegado el término de nuestra jornada!…

Y Melchor dijo:

—¡Adoremos al que nació Rey de Israel!…

Y Gaspar dijo:

—¡Los ojos le verán y todo será purificado en nosotros!…

Entonces volvieron a montar en sus camellos y entraron en la ciudad por la Puerta Romana, y guiados por la estrella llegaron al establo donde había nacido el Niño. Allí los esclavos negros, como eran idólatras y nada comprendían, llamaron con rudas voces.

—¡Abrid!… ¡Abrid la puerta a nuestros señores!

Entonces los tres Reyes se inclinaron sobre los arzones y hablaron a sus esclavos. Y sucedió que los tres Reyes les decían en voz baja:

—¡Cuidad de no despertar al Niño!

Y aquellos esclavos, llenos de temeroso respeto, quedaron mudos, y los camellos, que permanecían inmóviles ante la puerta, llamaron blandamente con la pezuña, y casi al mismo tiempo aquella puerta de viejo y oloroso cedro se abrió sin ruido. Un anciano de calva sien y nevada barba asomó en el umbral. Sobre el armiño de su cabellera luenga y nazarena temblaba el arco de una aureola. Su túnica era azul y bordada de estrellas como el cielo de Arabia en las noches serenas, y el manto era rojo, como el mar de Egipto, y el báculo en que se apoyaba era de oro, florecido en lo alto con tres lirios blancos de plata. Al verse en su presencia los tres Reyes se inclinaron. El anciano sonrió con el candor de un niño y franqueándoles la entrada dijo con santa alegría:

—¡Pasad!

Y aquellos tres Reyes, que llegaban de Oriente en sus camellos blancos, volvieron a inclinar las frentes coronadas, y arrastrando sus mantos de púrpura y cruzadas las manos sobre el pecho, penetraron en el establo. Sus sandalias bordadas de oro producían un armonioso rumor. El Niño, que dormía en el pesebre sobre rubia paja centena, sonrió en sueños. A su lado hallábase la Madre, que le contemplaba de rodillas con las manos juntas. Su ropaje parecía de nubes, sus arracadas parecían de fuego, y como en el lago azul de Genezaret rielaban en el manto los luceros de la aureola. Un ángel tendía sobre la cuna sus alas de luz, y las pestañas del Niño temblaban como mariposas rubias, y los tres Reyes se postraron para adorarle y luego besaron los pies del Niño. Para que no se despertase, con las manos apartaban las luengas barbas que eran graves y solemnes como oraciones. Después se levantaron, y volviéndose a sus camellos le trajeron sus dones: Oro, Incienso, Mirra.

Y Gaspar dijo al ofrecerle el Oro:

—Para adorarte venimos de Oriente.

Y Melchor dijo al ofrecerle el Incienso:

—¡Hemos encontrado al Salvador!

Y Baltasar dijo al ofrecerle la Mirra:

—¡Bienaventurados podemos llamarnos entre todos los nacidos!

Y los tres Reyes Magos despojándose de sus coronas las dejaron en el pesebre a los pies del Niño. Entonces sus frentes tostadas por el sol y los vientos del desierto se cubrieron de luz, y la huella que había dejado el cerco bordado de pedrería era una corona más bella que sus coronas labradas en Oriente… Y los tres Reyes Magos repitieron como un cántico:

—¡Este es!… ¡Nosotros hemos visto su estrella!

Después se levantaron para irse, porque ya rayaba el alba. La campiña de Belén, verde y húmeda, sonreía en la paz de la mañana con el caserío de sus aldeas disperso, y los molinos lejanos desapareciendo bajo el emparrado de las puertas, y las montañas azules y la nieve en las cumbres.

Bajo aquel sol amable que lucía sobre los montes iba por los caminos la gente de las aldeas. Un pastor guiaba sus carneros hacia las praderas de Gamalea; mujeres cantando volvían del pozo de Efraín con las ánforas llenas; un viejo cansado picaba la yunta de sus vacas, que se detenían mordisqueando en los vallados, y el humo blanco parecía salir de entre las higueras… Los esclavos negros hicieron arrodillar los camellos y cabalgaron los tres Reyes Magos. Ajenos a todo temor se tornaban a sus tierras, cuando fueron advertidos por el cántico lejano de una vieja y una niña que, sentadas a la puerta de un molino, estaban desgranando espigas de maíz. Y esta este el canto remoto de las dos voces:

Camiñade Santos Reyes
Por camiños desviados,
Que pol’os camiños reas
Herodes mandou soldados.

(Caminad Santos Reyes
por caminos alejados
que por los caminos reales
Herodes mandó soldados).

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