Revista Diario

Nochebuena y Reyes. Cuentos (Emilia Pardo Bazán).

Publicado el 12 diciembre 2022 por Elcopoylarueca

DOS CUENTOS DE EMILIA PARDO BAZÁN

«Los Reyes han cumplido. ¡Vivan los Reyes!»

Nochebuena y Reyes. Cuentos (Emilia Pardo Bazán).

(Los trabajadores de diferentes oficios, antiguamente, entregaban tarjetas de felicitación navideña a cambio de pequeños donativos. He utilizado algunas de ellas para ilustrar esta entrada.)

La condesa Emilia Pardo Bazán (1851-1921) publicó en diversos periódicos más de seiscientas narraciones, entre cuentos y novelas cortas. Son relatos que, posteriormente, agrupó por temas y publicó en libros.

Entre las antologías preparadas por la escritora gallega están Cuentos de Navidad y Reyes (1902) y Cuentos de la tierra (1923, editado después de su muerte). Es de estos libros de donde escojo las dos narraciones que dejaré a continuación y que son representativas del movimiento naturalista, corriente literaria que permitió a la autora reflejar las injusticias sociales de su tiempo.

Emilia Pardo Bazán nos legó una literatura protagonizada por personajes de condición humana muy variopinta. Emilia dio a sus personajes la tarea de testimoniar la España de su época. Festividades, comidas, oficios… nos descubren convivencias entre parientes, vecinos, clientes y amistades. En sus cuentos hay seres con el alma ennegrecida y seres de luz que devuelven la ilusión al que poco espera.

Diciembre fue un mes que la embrujó. Diciembre descubre, como ninguna otra estación del año, el contraste entre el hogar acomodado y aquel en el que apenas hay nada. Lo hace por el frío que alberga y lo hace por las Pascuas de Navidad, que traen promesas de poder cumplir caprichos acumulados.

Nochebuena y Reyes. Cuentos (Emilia Pardo Bazán).

Diciembre es el mes donde se juntan la lotería, los aguinaldos, la Misa del Gallo, el Nacimiento del Niño, la despedida del viejo año y la llegada de los Reyes Magos. Son acontecimientos de fuerte calado emocional que, con sus villancicos y zambombas, sus mazapanes y mantecados, sus lucecitas de colores y sus escaparates rebosantes y arreglados para hechizar, inspiraron a Emilia Pardo Bazán historias conmovedoras.

En La Nochebuena del Papa, publicado en El Liberal el 25 de diciembre de 1894 y recogido en Cuentos de Navidad, el Pontífice Pío IX se encuentra solo en la Basílica cuando…

En Como la luz la historia tiene lugar en Reyes y narra la relación entre un niño rico y su botones. El relato se editó en El Imparcial el 31 de diciembre de 1917 y está recogido en Cuentos de la tierra.

Amigos, Emilia Pardo Bazán nos muestra una Navidad donde la fe se pone a prueba y donde las personas de buena voluntad obran el mayor de los milagros: mantener con vida la esperanza en la humanidad. 

Nochebuena y Reyes. Cuentos (Emilia Pardo Bazán).

CUENTOS

COMO LA LUZ

Nochebuena y Reyes. Cuentos (Emilia Pardo Bazán).

Llevaba Berte en la casa más de un año al servicio y aún no había visto un momento la sonrisa de sus amos. Había tenido la desgracia de entrar sucediendo a un golfo descarado, un ladronzuelo, que en pocos días hizo más estragos que un vendaval, y dieron por seguro que el nuevo botones sería, como el antiguo, un pillo de siete suelas. Así, desde el primer momento, la sospecha le envolvía como negra nube, todos se creían con derecho a vigilarle y a observar sus menores actos: si el gato se llevaba un filete, a Pancho le atribuían el desmán, y las travesuras de Federico, Riquín, el hijo de la casa, se las colgaban al servidorcillo con tanta facilidad cuanto que este se las dejaba colgar mansamente. ¿Qué no hubiese hecho él por favorecer a Riquín? El pescuezo que le cortasen.

Y es que Riquín, dos años menor que el botones, era el único ser que le mostraba amistad. A escondidas de sus padres, que reprochaban tales familiaridades, galopineaba con él, le daba golosinas y le tiraba de las orejas. Esto último lo hacía porque lo había visto hacer a su padre; pero eran muy distintos los tirones del señor de los de Riquín. Aquellos dolían; estos tenían miel. Berte se hubiese arrodillado para suplicar a Riquín que le estirase las orejas un poco.

Los dos chicos se juntaban para charlar, y Berte contaba cosas de la aldea. A Riquín, las cosas de la aldea le gustaban mucho. Sentía que su padre, en verano, le enchiquerase en San Sebastián, en vez de llevarle buenamente a las Pereiras, su hermosa finca galiciana. De allí, de las Pereiras, era Pancho: allí trabajaba un lugar su familia. ¡Lo que se divertían en las Pereiras! Había un río, y en él se pescaban truchas, cangrejos de agua dulce, y en las repesas, anguilas gordas; había prados, y en ellos, vacas rojas, ternerillos, yeguas peludas y salvajes, mariposas coloreadas, y, a miles, manzanos, perales, viñas, mimbrales; fresas rojas diminutas, llamadas amores, en el bosque, y nidos de oropéndolas, y tantos tesoros, que ambos niños no acababan de contarlos nunca.

—Un día —declaró, gravemente, Riquín—, yo y tú nos escapamos y nos vamos, corre, corre, a las Pereiras.

—¿Y el dinero para el tren? —objetó Berte, no desmintiendo la previsión económica de su raza.

—Nos lo da papá, tonto.

—No querrá, señorito…

—Se lo cogeremos de la mesa de noche.

—¡Madre del Corpiño! ¡Nos valga Dios! Al señorito, bueno, no le pegarían; pero a mí me acababan a palos. Discurrid otra cosa, don Riquín.

Discurrían, discurrían… Y aplazaban el discurso definitivo para allá, cuando fuese el tiempo de las frutas, el tiempo gustoso de la aldea. Berte, diplomático, engañaba así la impaciencia de su amigo. En su cautela, de oprimido que se defiende, comprendía que todo el viaje a las Pereiras era un sueño. Y como sueño lo cultivaba, como sueño se recreaba en él. Cerrando los ojos, veía los castañares, la honda corriente del Ameige reflejando allá en su fondo la luna, la pradería de verde felpa, la yegua brava en que montaba en pelo, sin siquiera un ramal. Veía las caras amadas, aunque regañonas: la madre brusca, el padre descargándole con el zueco un sosquín, los hermanillos de rotos calzones y camisilla de estopa, la abuela impedida, siempre meneando la cabeza, como un péndulo. Y todo esto le bullía en el corazón, le cosquilleaba en el alma, con el cosquilleo de ternura infinita. Pensaba que mejor fuera no haber salido de allí. Pero le dijeron: «Anda a ganarlo.» ¡Ganarlo! Ni un céntimo de salario le habían dado, por ahora. «Cuando sepas.» Berte creía saber. Hasta por momentos suponía que nadie entre la servidumbre sabía tanto… Porque no existía labor que no le encomendaran. Sin obligación fija, hacía la general. La doncella le endosaba sacudido y cepillado de vestidos; a la cocinera no había cosa en que no tuviese que echarle una mano; el ayuda de cámara le encajaba el lustrado de botas; el criado de comedor le pasaba el sidol para la plata… Y, al mismo tiempo, la hostilidad contra el chiquillo era constante. Al acostarse, Berte lloraba resignado, pero muy triste. Riquín le llevaba dulces, piedras de azúcar, alcachofas finas de pan, que sustraía del canastillo.

—No coja nada para mí, señorito, por Dios —rogaba el botones—. Mire que voy a llevar la culpa.

—¡Serás lila! Figúrate que esto me lo hubiese comido yo, ¿eh? ¡Pues era muy dueño, me parece, digo! Y si se me antoja regalarlos, ¿quién me lo impide? Al primero que chiste le doy una morrada.

Era preciso atenerse a estas razones de pie de banco; pero el chico temblaba de miedo. Como le sucede a los desdichados, le asustaba más una pequeña caricia de la suerte que los diarios golpecillos. Creía, con ellos, evitar el definitivo, la expulsión, amenaza constante suspendida sobre su cabeza. Le echarían, y si le echaban por acusación de robo, ¿dónde le recibirían, vamos a ver? Y tocante a volver a las Pereiras, ¿con qué pagaba el billete? Se veía por las calles de Madrid, durmiendo en un banco, bajo la nieve; tendiendo la palma a su problemática limosna… Pero, en especial, se veía separado definitivamente del señorito Riquín… Y esto era lo que le apretaba el corazón de terror. ¡Todo antes que eso!

Acaeció que aquellos días, los de Navidad, hubo gran consumo de golosinas en la casa. Riquín llevó a su amigo peladillas, mandarinas, hasta una loncha de trufado. Por cierto que, habiendo desaparecido sin explicación plausible una caja de turrón de yema, el mozo de comedor dejó caer implícitas acusaciones a Berte: ¿quién sino un chiquillo es capaz de sustraer una caja de turrón? Pero el ama de casa, esta vez, se puso de parte del chico. Que no se disculpase el del comedor, que cada cual tiene su obligación, y de los postres, él era el responsable.

Y ante esta actitud apareció la caja en no sé qué rincón de la alacena. ¡Ojo! ¡Cuando la señora decía!

La noche de Reyes, Riquín tardó en dormirse, porque esperaba los aguinaldos ansioso.

—Eres talludo ya para juguetes —le había dicho su papá—. Los Reyes se olvidarán de ti, y harán bien.

—Les disparo un tiro —contestó, resueltamente, con su viva acometividad el pequeño.

Y esperaba, acurrucado, no a los Reyes —¡vaya una tontería!, ¡ya no le daban a él ese camelo!—, sino a su mamá que, de puntillas y a tientas, le dejaría sobre la cama chucherías preciosas… A eso de las doce —no habían dado aún— sintió, en efecto, Riquín como una catarata… Cajas, envoltorios… Dio luz. Quedó deslumbrado. Automóviles, aviones, cañones, soldados, caballos, molinos, cabras ordeñables, un teatro guignol… ¡El demontre! Nunca los Reyes habían sido tan espléndidos.

Algunos instantes se embriagó del goce primero de la posesión… Y de pronto le asaltó una idea. Berte había dicho aquella tarde: «Los Reyes no hacen caso de los pobres, señorito. Aunque los Reyes fuesen verdad, para mí no traerían.»

Se levantó, cogió en brazos lo más que pudo, y por pasillos solitarios, débilmente alumbrados, subiendo escaleras angostas, buscó el zaquizamí en que su amigo dormía. Empujó suavemente la puerta y soltó su provisión de juguetes de rico, de niño mimado. Y como Pancho no se despertase, volvió furtivamente a la alcoba.

Por la mañana, en la casa, ¡un revuelo! ¡Los juguetes bonitos de Riquín en poder del botones! Sí; la doncella lo había visto; el ayuda de cámara y, especialmente el de comedor, le denunciaron. Y Berte fue traído a presencia de los señores, llorando y renqueando, porque el de comedor le había atizado una puntera. Llamaron a Riquín para el careo inevitable.

Los nueve años de Riquín maduraron de pronto en virilidad, bajo una emoción de indignada cólera. Se encaró con sus papás. Rojo de furia, gritó:

—Dejadle en paz, ¡ea! ¡Se acabó! ¡Esos juguetes se los han regalado los Reyes!

—¡Valiente paparrucha! —protestó el padre.

—¿Y por qué paparrucha, caramba? ¿No decís que los Reyes me han regalado otros a mí? Si los Reyes son personas de bien, deben regalar primero a los pobrecitos como este, que no tienen nada. Y de seguro que lo hacen. Y esta vez lo han hecho. Berte, recoge tus regalos. Los Reyes han cumplido. ¡Vivan los Reyes!

Y mientras estampaba en la mejilla del botones un beso fraternal, los papás no sabían qué replicar a aquella argumentación. No había que darle vueltas…

*

Nochebuena y Reyes. Cuentos (Emilia Pardo Bazán).


LA NOCHEBUENA DEL PAPA

Bajo el manto de estrellas de una noche espléndida y glacial, Roma se extiende, mostrando a trechos la mancha de sombra de sus misteriosos jardines de cipreses y laureles seculares, que tantas cosas han visto, y, en islotes más amplios la clara blancura de sus monumentos, envolviendo como un sudario el cadáver de la Historia.

Gente alegre y bulliciosa discurre por la calle. Pocos coches. A pie van los ricos, mezclados con los «contadinos» labriegos de la campiña que han acudido a la magna ciudad trayendo cestas de mercancía o de regalos. Sus trapos pintorescos y de vivo color los distinguen de los burgueses; sus exclamaciones sonoras resuenan en el ambiente claro y frío como cristal. Hormiguean, se empujan, corren: aunque no regresen a sus casas hasta el amanecer —que es cosa segura—, quieren presenciar, en la Basílica de Trinitá dei Monti, la plegaria del Papa ante la cuna de Gesú bambino.

—Sí, el Papa en persona —no como hoy su estatua, sino él mismo, en carne y hueso, porque todavía Roma le pertenece— es quien, en presencia de una multitud que palpita de entusiasmo, va a arrodillarse allí, delante de la cuna donde, sobre mullida paja, descansa y sonríe el Niño. Es la noche del 24 de diciembre: ya la grave campana de Santángelo se prepara a herir doce veces el aire, y la carroza pontifical, sin escolta, sin aparato, se detiene al pie de la escalinata de la Trinitá.

El Papa desciende, ayudado por sus camareros, apoyando con calma el pie en el estribo. Con tal arte se ha preparado la ceremonia, que al sentar la planta Pío IX en el primer escalón, vibra, lenta y solemne, la primera campanada de la medianoche, en cada campanario, en cada reloj de Roma. El clamoreo dramático de la hora sube al cielo imponente como una hosanna y envuelve en sus magníficas tembladoras ondas de sonido al Pontífice, que poco a poco asciende por la escalinata, bendiciendo, entre la muchedumbre que se prosterna y murmura jaculatorias de adoración. A la luz de las estrellas y a la mucho más viva de los millares de cirios de la Basílica iluminada de alto abajo, hecha un ascua de fuego, adornada como para una fiesta y con las puertas abiertas de par en par, por donde se desliza, apretándose, el gentío ansioso de contemplar al Pontífice, se ve, destacándose de la roja muceta orlada de armiño que flota sobre la nívea túnica, la cabeza hermosísima del Papa, el puro diseño de medalla de sus facciones, la forma artística de su blanco pelo, dispuesto como el de los bustos de rancio mármol que pueblan el Museo degli Anticchi

Entra, por fin, en la Basílica: cruza las naves, desciende la escalera dorada que conduce a la cripta, y mientras a sus espaldas la guardia brega para reprimir el empuje del torrente humano que pugna por arrimarse a la balaustrada, en el recinto descubierto, más bajo que la multitud, el Papa queda solo. Artista por instinto, con el andar rítmico de las grandes solemnidades, con un sentimiento de la actitud que sólo él posee en grado tal, Pío IX se acerca a la cuna, junta las manos de marfil, eleva al cielo un instante los ojos, como si se invocase la presencia de Dios; se arrodilla, se abisma, y los paños de su cándida vestidura se esparcen esculturales y clásicos cual los plegados de alabastro de un ropaje de Canova.

El Niño, el bambino, duerme desnudito, color de rosa, reclinado en su rubio colchón de sedeña paja. En toda la Basílica no se escucha más ruido que el chisporroteo suave de los cirios u el murmullo de la oración que el Papa empieza a elevar. A las primeras palabras anímase el Niño con vida fantástica: la escultura se hace carne. Sus ojos se entreabren, sus puñitos se tienden hacia el Papa como se tenderían hacia un abuelo cariñoso, haciendo fiestas. Incorporado y sentado en la paja, llama al Pontífice, que sigue orando, pero que cree percibir en sus rodillas la sensación de que ya no reposan en los cojines de terciopelo carmesí; en sus codos, algo que los sube aparta del esculpido reclinatorio. Ligero y como fluido, su cuerpo no le pesa; flota apaciblemente en una atmósfera de oro y luz, hecha de las partículas de los cirios, que se derraman ardientes y centelleantes. La cuna ha desaparecido; el Niño está en pie, alto, crecido ya, convertido en adolescente, y en vez de la gracia infantil, en su cara se lee la meditación, se descubre la sombra del pensamiento. Alrededor del Jesús de quince años van juntándose, saliendo de las paredes de la cripta, que parece trasudarlos, docenas de chiquillos, otros bambinos, pero feos, encanijados, sucios, envueltos en andrajos o desnudos mostrando la enteca anatomía. Docenas primero: cientos después; luego millares, millones, un hervidero tan incontable, un ejército tan infinito, que estallan las paredes de la cripta, las de la Basílica, las de Roma, las de todo cuanto pretendiese contener la expansión de la horda de miserables. Extiéndese por una llanura sin límites, y su bullir de gusanera rodea al Gesú, que ha ido insensiblemente transformándose en hombre hecho y derecho: ya tiene barba ahorquillada y rizoso cabello castaño; ya su rostro ha adquirido la gravedad viril. Y siguen acudiendo desarrapados y con las carnes al aire, lisiados, enfermos, famélicos, tristes, venidos de todos los puntos del horizonte, de todos los confines de la Tierra. Lloran de hambre, tiemblan de frío, gimen de abandono, enseñan sus lacras, se cogen a la vestidura inconsútil de Cristo, se quieren abrigar bajo sus pies, reclinarse en su seno, agarrarse a sus manos pálidas y luminosas. Huelen mal, y su punzante vaho de miseria envuelve y sofoca al Papa, siempre en oración.

La figura de Cristo se oculta un instante; densas tinieblas suben de la tierra y caen del firmamento, reuniendo sus crespones. El Pontífice siente miedo: la oscuridad le ciega, y entre aquella oscuridad vibran maldiciones y palpitan sollozos. Un relámpago brilla; erguida en una colina aparece la Cruz, sobre la cual blanquea el desnudo cuerpo del Mártir, estriado de verdugones por los azotes y veteado de negra sangre. Los labios cárdenos se agitan; el Papa interrumpe la plegaria, se confunde, se deshace en adoración, quiere salir de sí mismo para mejor escuchar y beber la palabra divina; y el Crucificado —señalando con mirada ya turbia hacia el océano de criaturas que bullen allá abajo, escuálidas, transidas, gimientes, dolorosas, maltratadas, ofendidas, en el abandono— dice al Papa, en voz que resuena Urbi et orbi:

—Por ellos.

Nochebuena y Reyes. Cuentos (Emilia Pardo Bazán).

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En Nochebuena (Vicente Wenceslao Querol).

Cuento de Navidad.

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Crónica de Pascuas. La Navidad (José Martí).

Sobre las Pascuas en Cuba (Buenaventura Pascual).

La Navidad de la gallinita Remedios.

Adivinanza para Navidad.

Adviento. Poema (Rainer Maria Rilke).

De Nochebuena a Reyes (Matilde, Perico y Periquín).

La Navidad y Rubén Darío. Cuento y poema.

La Navidad en el Museo Nacional del Prado.

Conservar el espíritu de la Navidad (Chesterton).

Villancicos, pintura y Navidad.

Un regalo de Navidad en el chaparral (O. Henry). Cuento.

San Juan de la Cruz para Navidad.

Poetas cantan a la Navidad. Dedicado a los niños.

La copa de plomo y oro (Cornelia Funke).

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Regalos de invierno (Colette).

El republicano y los Reyes Magos (J.M. Pemán).

El árbol de Navidad del señor Viladomat (Robert Barry).

Navidad: Un cuento de Chesterton y otro de Alas Clarín.

El deseo de Sarah para el día de Reyes.

El camello. Los Reyes Magos (Gloria Fuertes).

El árbol de Navidad paso a paso (Mercé Canals).

La entrada Nochebuena y Reyes. Cuentos (Emilia Pardo Bazán). se publicó primero en El Copo y la Rueca.


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