De pronto y sin avisar (que mal educado ¿no?) el aparato grande que da a la calle empezó a echar un humo negro y feo, muy feo. A su vez, uno de los aparatos interiores se puso a vomitar un líquido repugnante en el pasillo. “Apágalo, apágalo” me gritaba mi mujer, con un puntito de histeria.
Aquello era un drama, la crónica de una muerte anunciada. Los aparatitos dichosos ya llevaban sirviendo más de una década, espantando el calor pegajoso y abochornante que siempre hace en mi ciudad. Suele ser normal acumular sobre la piel una fina película húmeda, que no te abandona hasta que te metes en la ducha y te la frotas con saña.
Lo peor viene ahora, porque se supone que el Comandante de la casa (vamos, yo, que me lo veo venir) debe demostrar sus dotes para la gestión de la crisis. Se trata de localizar físicamente una tienda de electrodomésticos (por internet no me fío) y conseguir un sistema con dos cacharritos de esos interiores.
Habrá que encontrar una buena relación calidad/precio y concertar visita con uno de esos seres infames, uno de esos reparadores caraduras que, para colmo, deberá a comprometerse a retirar los aparatos viejos.
Mientras tanto, hice un interesante descubrimiento sociológico. Al abrir obligadamente las ventanas para refrescar la guarida me llegaron voces de la calle, un sonsonete, un murmullo sereno punteado con risitas y tal.
Sí, claro, ya sé que de la calle siempre llegan voces, pero estas lo hacían a eso de las once y media de la noche y pertenecían a personas mayores que se sentaban en la acera a la fresquita, con su silla plegable que se traían de casa. Juro que hasta ahora no me había percatado de la existencia de esta tribu urbana tan peculiar, porque mira que lo es.
Porque resultaban ser muy asertivos y expresaban con total sinceridad lo que pensaban: “Quién será el guarro que está dejando caer ceniza, por favor, qué mala sombra” (se refería a lo que dejaba caer a la calle mi cacharrete averiado).
“Yo sí que he visto a alguien. Era el marido de la……..(la profesión de mi señora). Esta última frase era de una mujer que tan solo murmuraba por lo bajini. “Pues a mí me ha dejado la camisa llena de mierda, la leche que…”
Y en esta frase final había indignación contenida y fue lo que me hizo agachar y apagar la luz. No me atreví a disculparme, me pilló un tanto flojito de labia. Era increíble el silencio que había en la calle, a esas horas con tan poco tráfico, que me permitía escuchar las sentencias de mi condena social y vecinal. Al menos por un tiempo.
Saludos embarazosos.