Fuimos nómadas desde los comienzos. Conocíamos la posición de cada árbol en
cien millas a la redonda. Cuando sus frutos o nueces habían madurado, estábamos
allí. Seguíamos a los rebaños en sus migraciones anuales. Disfrutábamos con la
carne fresca, con sigilo, haciendo amagos, organizando emboscadas y asaltos a
fuerza viva, cooperando unos cuantos conseguíamos lo que muchos de nosotros,
cazando por separado, nunca habríamos logrado. Dependíamos los unos de los
otros. Actuar de forma individual resultaba tan grotesco de imaginar como
establecernos en lugar fijo. Trabajando juntos protegíamos a nuestros hijos de los
leones y las hienas. Les enseñábamos todo lo que iban a necesitar. También el uso
de las herramientas. Entonces, igual que ahora, la tecnología constituía un factor
clave para nuestra supervivencia.
Cuando la sequía era prolongada o si un frío inquietante persistía en el aire
veraniego, nuestro grupo optaba por ponerse en marcha, muchas veces hacia
lugares desconocidos. Buscábamos un entorno mejor. Y cuando surgían
problemas entre nosotros en el seno de la pequeña banda nómada, la
abandonábamos en busca de compañeros más amistosos. Siempre podíamos
empezar de nuevo.
Durante el 99,9% del tiempo desde que nuestra especie inició su andadura
fuimos cazadores y forrajeadores, nómadas moradores de las sabanas y las
estepas. Entonces no había guardias fronterizos ni personal de aduanas. La
frontera estaba en todas partes. Únicamente nos limitaban la tierra, el océano y el
cielo; y, ocasionalmente, algún vecino hostil.
No obstante, cuando el clima era benigno y el alimento abundante estábamos
dispuestos a permanecer en lugar fijo. Sin correr riesgos. Sin sobrecargas. Sin
preocupaciones. En los últimos diez mil años —un instante en nuestra larga
historia— hemos abandonado la vida nómada. Hemos domesticado a animales y
plantas. ¿Por qué molestarse en cazar el alimento, cuando podemos conseguir que
éste acuda a nosotros?
Con todas sus ventajas materiales, la vida sedentaria nos ha dejado un rastro de
inquietud, de insatisfacción. Incluso tras cuatrocientas generaciones en pueblos y
ciudades, no hemos olvidado. El campo abierto sigue llamándonos quedamente,
como una canción de infancia ya casi olvidada. Conquistamos lugares remotos con
cierto romanticismo. Esa atracción, sospecho, se ha ido desarrollando
cuidadosamente, por selección natural, como un elemento esencial para nuestra
supervivencia. Veranos largos, inviernos suaves, buenas cosechas, caza abundante;
nada de eso es eterno. No poseemos la facultad de predecir el futuro. Los eventos
catastróficos están al acecho, nos cogen desprevenidos. Quizá debamos nuestra
propia existencia, la de nuestra banda o incluso la de nuestra especie a unos
cuantos personajes inquietos, atraídos por un ansia que apenas eran capaces de
articular o comprender hacia nuevos mundos y tierras por descubrir.
Carl Sagan