Revista Diario

Nos quiso tanto...

Publicado el 30 julio 2010 por Isladesanborondon
NOS QUISO TANTO...
Gris
La mañana que enterramos a nuestro padre, el sol se resistía a traspasar la masa de nubes que techaban la ciudad como si la panza de un enorme burro se hubiera parado sobre nuestras cabezas. Bajo ese color ceniza, hasta nosotros perdemos la esperanza de que las cosas realmente puedan cambiar alguna vez. Será porque hace días que el invierno viene asomando sus garras, tal vez porque nuestra piel volverá a cubrirse con colores oscuros, será por eso que el ánimo queda envuelto en una nostalgia inútil. ¿Cuál fue el daño? Nadie lo recuerda.
El trayecto
Juntas dejamos atrás el cementerio. Supongo que tendría muchas dudas de hacia dónde encaminarse, pero tampoco preguntó, así que al final puso rumbo a nuestra casa.
Agradecí que el ruido del motor hiciera patente sus muchos kilómetros a cuestas, eso hizo que el silencio que existía dentro del coche resultara menos incómodo. Después de tanto tiempo no tenía la menor intención de entablar conversación con aquella persona que ahora resultaba una extraña para mí. Así que desde el principio, me propuse guardar distancia y compórtame con indiferencia. Se lo merecía.
Las calles y los peatones desfilando por la ventanilla fueron mi única distracción durante el trayecto. Pronto se encenderían las farolas, anunciando así que otro día se apagaba. Veía a los comerciantes con prisa por echar el cierre a sus tiendas. Siempre lo mismo. Cerrar puertas; para abrirlas después. Día tras día; años. Al final, una puerta que no se abrirá jamás. Y mientras tanto, la vida jugueteando con nosotros. Hoy no. Quizás mañana. Tal vez.
Mi hermana
Su coche era un deportivo plateado. Nunca entenderé la pasión que despierta viajar dentro de un coche cuyo interior es tan mínimo que uno debe viajar con el cuerpo encogido y con la cabeza rozándole el esternón. Está claro que hay gente para todo, incluso las hay dispuestas a sufrir con tal de sentirse superior a los demás. Yo no pertenezco a esa clase, mi hermana sí.
Aproveché que estaba concentrada al volante para observarla a gusto de arriba abajo durante un buen rato. Vestía un traje oscuro de firma, eso seguro. Mi vestido comprado a la desesperada en unos almacenes que detesto por el mal gusto y por sus precios desorbitados, estaba a años luz del suyo. Además, cargaba con un estudiado muestrario de joyas repartido con generosidad de la mitad del cuerpo hacia arriba, con el que llamaba poderosamente la atención, dejando muy claro que su obsesión por desvalijar a su marido había tenido sus frutos.
—Te veo muy bien —comentó, echándome un vistazo rápido a través de unas sofisticadas gafas de sol.
—Lo mismo digo —dije más cortesía que por otra cosa. En el tanatorio me había sido difícil reconocerla. Costaba creer que aquella vieja, con el cabello color fuego tan inadvertido, fuera de veras mi hermana. No, no podía confesarle la verdad. Hubiera herido su autoestima de un plumazo. Hay cosas que nunca cambian. Además a mí lo fea y gorda que estuviera, con aquellas blondas de carne floja escondidas bajo el vestido, era algo que me traía sin cuidado. Al fin y al cabo no iba a casarme con ella. Mi hermana debió verme sonreír y se dio por aludida. Siempre tan suspicaz.
—Engordé mucho cuando lo de la separación, —empezó a explicar sin venir a cuento— pero ya estoy bajando. La verdad es que lo pasé muy mal pero ahora me encuentro mejor. Empiezo a remontar —lo dijo en un tono tan poco convincente que estaba claro que ni ella misma se creía lo que estaba diciendo—. ¿Y tú, qué me cuentas?
—Poco—contesté tajante. ¿Qué quería? ¿Que le contase que malvivo con mis traducciones a destajo y un puñado de artículos mal pagados? No quería darle esa satisfacción. Se crecería pensando que ella sí había triunfado en la vida. Estas cosas se las contaría antes a cualquiera que pasara por mi lado, pero jamás a mi hermana. Al menos, las apreturas me mantenían las carnes magras y la cabeza caliente. “Poco” era una contestación más que suficiente tratándose de ella. Estaba incómoda. Tampoco yo me sentía a gusto, pero éramos adultas y por respeto al muerto las dos debíamos comportarnos. Esta vez fui yo quien abrió fuego con la intención de restregarle mi indiferencia por las narices. Diez años sin saber de ella, nada menos.
—Todo sigue igual desde la última vez que nos vimos, ¿hace cuánto?
—Pues cuando lo de mamá —contestó carraspeando a continuación.
Vaya, se me había olvidado ese carraspeo seco que le entra cuando está nerviosa.
—¡Ah! Es verdad, cuando mamá. No estaba segura —dije, quedándome con la ganas de saber si había cogido la ironía.
Al nombrarla la imagen de ella llegó volando. Ahí estaba, nuestra madre, con sus ojos tristes y la sonrisa gastada. Pues claro que recuerdo aquel día, con claridad, y tú también, hipócrita. Sólo que ha transcurrido la friolera de diez años. Casi nada. Pero sigamos, a ver hasta dónde llegamos con este jueguecito que empieza a ponerse interesante. Vamos, esfuérzate un poco más por llenar de palabras esta conversación vacía. Eso, dale golpecitos al volante y piensa en la siguiente pregunta estúpida que vas a lanzar al aire. ¡Gorda!
—Hemos llegado —anunció intentando aparentar aplomo— ¡Qué gracia!, me he acordado del camino y eso que el barrio está distinto.
—Todo cambia —comenté lacónicamente.
La casa
Abrí la puerta buscando el aire de la calle, dando gracias de abandonar por fin aquel espacio estrecho y poder estirar las piernas. Frente a nosotras el edificio de cuatro plantas nos miraba como un gigante aburrido de vernos. Debo de reconocer que después de tanto tiempo, me había entrado cierta impaciencia por recorrer las habitaciones oscuras del que había sido mi hogar. Ya desde la entrada tuve la sensación de que la casa era más pequeña de lo que imaginaba.
—La recordaba más grande —comenté con cierta desilusión.
—Puede ser. Cuando uno es pequeño las cosas se recuerdan mayores de lo que son en realidad.
Por una vez, al menos, decía algo con sentido común; obvio sí, pero no idiota.
Nos desprendimos de los abrigos y los dejamos en el perchero. En ese momento reparé en aquella tablilla que colgaba de la pared. “Dios bendiga cada rincón de esta casa”. La cogí y acabé guardándola en uno de los cajones del aparador de la entrada. Mi hermana hizo como que no me había visto y se fue directamente a la cocina murmurando no sé qué. Yo en cambio preferí pasear por cada una de las habitaciones en las que todavía podía imaginarme a nuestra madre de un lado para otro como si estuviera apagando incendios por la casa. Los objetos que recordaba, las cortinas y los muebles permanecían en el lugar de siempre, tal y como los habíamos vivido. El viejo no se las apañaba mal. Mira por dónde. Desde el salón la oía abriendo y cerrando los armarios con insistencia. Qué andará buscando ésa. Cuando apareció en el salón con un par de vasos y una botella de Jameson.
Confesiones
—Necesito una copa, ¿quieres? —preguntó.
Y antes de responder que sí, ya estaba sirviéndome tres dedos de whisky en el vaso. La idea de que el alcohol nos ayudaría a pasar el rato me tranquilizó un poco. Agarrando su vaso lo levantó hacia el techo sin mediar palabra. Mientras imitaba su gesto se me ocurrió decir algo:
—Y esto es todo. Por el viejo, que descanse en la misma paz que nos deja por aquí. Amén.
Ella me miró directamente a los ojos.
—¿Por qué eres así? —gritó. De pronto lanzó el vaso contra el suelo haciéndolo estallar—. Me parece una falta de respeto hacia papá. Él, que nos quiso tanto.
Era la estupidez que me faltaba por oír. Me levanté y acercándome a la ventana miré hacia la calle como deseando encontrar un motivo para retirarme antes de que la casa comenzara a quemarse. Está histérica, pensé. La luz de las farolas iluminaba una lluvia amarillenta que caía con rabia sobre los adoquines. Siempre es así, cada uno recuerda el pasado como le da la gana. Cuando la memoria comienza a arder lo que ocurra después es imprevisible. Y siempre dos versiones distintas para contar lo que pasó. Abarrotada de contradicciones para uno y llena de verdades para el otro. Pero esta noche va a oír, y mi deseo lo firmé echándome un trago
—¿Nos? ¿Nos? —insistí con rabia — ¡Ja! En su amor sólo cabía una persona: él mismo. Fue incapaz de querer a nadie más. Así que no te engañes.
El silencio se tornó espeso y resistente. Volví a sentarme en el tresillo, como lo llamaba nuestra madre, mientras la misma oscuridad que comenzaba a ocultarnos las caras, parecía estar esperando la ocasión para saltar como un gato y clavarnos sus garras.
—No eres la misma —me reprochó con una tristeza derrotada en la voz.
En eso sí es verdad que no se equivocaba. Cómo explicarle que cuando uno lo pierde todo, se gana a sí mismo.
—¿Y? A mí me parece un logro decir lo que pienso sin que después me coma la culpa.
Escuché que empezaba a sollozar, primero en silencio hasta que no pudo contenerse más.
—Y ahora qué… ¿Por qué lloras?
—No sé. Supongo que por mamá, por papá, por ti, también por mí. Estábamos tan unidos, y luego…
Se levantó en busca de otro vaso, momento que aprovechamos las dos para darnos un respiro. Cuando regresó yo volví a la carga.
—Pero, ¡¿por qué te engañas de esa manera?! ¡Por favor! Si nuestra casa era un funeral. Y en eso, el viejo tuvo mucha culpa.
Ella estaba recuperando la calma. Agarró el vaso y dio un par de tragos largos a su tercer whisky. No importa que estés empezando a emborracharte, pensé. También yo debo andar medio mareada. Ahora que se me ha soltado la lengua no me voy a callar. Ya lo creo que sí.
—Por favor ¿Es que ya no te acuerdas? Si no podíamos reírnos, ni vestirnos, ni salir con los labios pintados, sin ver cómo nos llamaba putas con la mirada. —Hice una pausa y continué hablando— ¿Y qué me dices de mamá? Él con mamá fue igual o peor incluso. Siempre haciéndola de menos delante de todo el mundo. Tú te callas, le decía, que de esto no sabes ni entiendes. Esa era la forma que tenía de querernos como dices tú, el muy…
—Eres horrible ¡Por Dios, acabamos de enterrarlo!
—¿Qué pasa, el alcohol te ha borrado la memoria ? —ataqué.
—Pero, tú… ¿Ahora me estás llamando borracha? ¡Porque es lo que me faltaba por oír!
—Una cosa es que no nos veamos y otra cosa es que sea sorda. Sabrás mejor que yo que en cualquier esquina siempre hay un buen samaritano esperándote para darte malas noticias. Me dijeron que él te dejó porque no podía aguantar que estuvieras ebria a todas horas. Además, la hinchazón que tienes en la cara y que te ha puesto el vientre como un tonel está diciendo a gritos que estás enferma. Pero esto último me lo guardé, al fin y al cabo era mi hermana.
—Pues podías haberme preguntado, pero ¡claro!, ¡cómo ibas a llamarme! —Se quedó callada y aprovechó para dar otro trago. Sólo podía oírse nuestras respiraciones alteradas. —Te crees mejor que yo, pero no lo eres—continuó—. Por lo menos yo acepto mis defectos, tú en cambio, todo ese resentimiento… Pura fachada. Mírate. En el fondo, eres como él.
Me contuve y no abrí la boca aunque aquello fue como si me hubiera arrojado la bebida a la cara. Mis ojos se quedaron muertos en medio de la oscuridad de la habitación. Comenzaba a sentir un pinchazo en el pecho, mi mano descansó el vaso en el regazo. Estuvimos un buen rato sin hablar. Teníamos muy poco más que decirnos. Esto es inútil, pensé. Lo mejor que podía hacer era disculparme.
—Lo siento. Perdóname. No me hagas caso.
—La pena es que no me creerías si te contara que…—y guardó silencio por un momento, como si le costase un gran esfuerzo seguir hablando. — Después de que mamá se fuera, yo solía telefonearlo todas las semanas.
—Yo sin embargo no volví a dirigirle la palabra.
—Lo sé de sobra porque cuando lo llamaba, lo primero que me preguntaba no era cómo estaba o si me iban bien las cosas, yo nunca le importé. Para él, tú eras la única, su niña. Al principio su comportamiento me ponía furiosa, y cuando colgaba el teléfono acababa odiándote aún más. Después, con los meses me fui dando cuenta de lo enfermo que estaba y llegué a perdonárselo. Él seguía preguntando por ti como si un buen día te hubieses extraviado en la calle como un perrillo. Entonces se me ocurrió que podía inventarme cosas sobre tu vida. Le contaba que estabas viajando mucho, que aquel día tenías una clase, que si estabas terminando un libro…pero siempre le mandaba un beso de tu parte. Él parecía conformarse con eso.
¿Qué quería de mí a estas alturas?, pensé ¿Que lo felicitara estas Navidades? Ya era un poco tarde para eso. Las cosas sucedieron como sucedieron y ahora el pasado estaba tan lleno de aire como el vaso que sostenía en mi mano. Allí, como en esta casa, no vive nadie. No puede recuperarse lo que se ha perdido, está muerto. De pronto todo el cansancio cayó sobre mis hombros. Era hora de marcharme.
— Mira, la verdad es que no sé qué hacemos aquí hurgando en una historia que no tiene vuelta atrás. Además estamos diciendo…Estoy diciendo muchas tonterías que nos están haciendo daño sin necesidad.
Despedida
Nos dijimos adiós en la acera, frente a la puerta de nuestra casa. Ella se metió con dificultad en el coche e insistió débilmente en acercarme a algún lugar, pero yo lo único que quería era caminar un rato. Después cogería el autobús. Necesitaba despejarme bajo la lluvia. Me di la vuelta y sin girar la cabeza comencé a andar. Sabía que no volveríamos a vernos. Quizás la última vez fuera en el cementerio, cuando una de nosotras arrojara un puñado de tierra sobre el ataúd de la otra. No, no volvería a verla. Mejor así. Todo como antes. Huérfanas.
Seguía lloviendo y el aire de la noche olía a hierro. Me pregunté si las pocas personas que caminaban a esa hora por aquel barrio notarían también aquel olor persistente a tiempo gastado.
Ya en el autobús, el vaho en los cristales asfixiaba la vista. Alargué hasta el puño una de las mangas de mi vestido barato y froté la ventanilla. Todavía quedaban cinco paradas. En la acera bajo la luz mortecina de una farola, un anciano parecía estar esperando. Se le veía muy concentrado mirando pasar los escasos coches que circulaban a esa hora de la noche, como si albergara alguna esperanza de encontrarse con algún vecino que se ofreciera a llevarlo adonde fuera. No sé por qué razón mis ojos se detuvieron en él. Quizás porque llevaba una gabardina muy parecida a la que usaba el viejo. El caso es que cuando cruzamos nuestras miradas, me sonrió abiertamente y levantando la mano saludó como si me hubiera reconocido. Repentinamente algo comenzó a tambalearse. Aquel dolor se hizo más agudo. Como si una tristeza fuera a reventarme el pecho. Aquel rencor, como si me estuvieran frotando una piedra áspera y caliente. Aquella pena seca queriendo rebelarse por culpa de un don nadie como aquel, sintiendo que la resistencia de años se quebrada de un solo golpe. Mi cuerpo temblando. El viento helado salía de dentro y aquella angustia apretando un nudo sobre la garganta. Recuerdo que durante un buen rato lo perseguí con la mirada hasta que poco a poco su figura fue quedándose atrás. Las gotas pegadas al cristal como los recuerdos se adhieren a nuestras venas. Cuando el autobús alcanzó el siguiente cruce la figura de aquel hombre se perdió en la noche.
Aún flotaba su rostro extraviado. Aquellos ojos queriendo hablar. No tuvo oportunidad. Eso fue todo.
La oscuridad avanzaba, devorando todo a su paso. Una puerta en algún lugar se cerró para siempre.
Adiós viejo.

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