Todo empieza contigo ahí de pie, en el andén, con los ojos legañosos, mientras piensas en ese sueño que has tenido (tú caminando por la Gran Vía y George Clooney a tu lado vendiéndote cápsulas de Nesspreso a un precio de ganga), y llega el tren. Pasas de pensar en George a pensar en cada pasajero que viaja en el vagón en el que tú acabas de subirte y ya ni siquiera te acuerdas de las cápsulas de café. Miras lo que leen, te fijas en si viajan solos o acompañados, intentas adivinar qué música escuchan por ese ruido casi imperceptible que sale de sus cascos. Y otras veces solamente intentas esquivar a todo el mundo.
Y es que, como diría Austen, es una verdad universal que según la hora a la que te montes tienes más posibilidades de ocupar un espacio mayor. Inténtalo y lógralo a las 7.30 y ni pienses que vas a sentarte (y da gracias si entras) a las 8.30. Llega a clase después de los típicos apretujamientos y empujones, y descubre que el profesor que daba la única clase del día no se ha presentado. Y desea haberte quedado en la cama (más vale Nesspreso en mano, que el Metro volando, que ya sabemos todos que de volar nada). Vuelve, cabizbaja, y toda triste por el madrugón y la hazaña improductivos, a esa obra de teatro que es el metro donde siempre pasan cosas interpretadas por personajes distintos.
Y, eso sí, como son ya las 9, coge sitio, que puedes sentarte (sobre todo porque ahora vas en dirección contraria), rumbo a casa. Otra vez.