Miles han sido los que han pisado el suelo que pisas, miles las hojas que lo han cubierto otoño tras otoño. Pero hoy, sobre la crujiente pasarela cobriza, sólo tú caminas. Los árboles desnudos se estiran y curvan hacia tí, preguntándote si has visto sus pétalos en alguno de tus viajes. Tu rostro escondido tras la bufanda deja entrever cierto encanto nostálgico hacia aquel lugar. Vagos recuerdos, imágenes trasnochadas de largos paseos por la alameda. De cómo ella solía cogerte la mano para calentarla en su bolsillo. De cómo tus ojos sonríen al recordarlo. Ay, quién pudiera guardar un momento en la palma de la mano, piensas.
Mucho tiempo alimentándote sólo de recuerdos ha concluido en níveos cabellos y demasiada delgadez. Tantas habitaciones de hotel de cuántas ciudades distintas, y ni todo el mundo es suficiente para hacerte olvidar. Centenares de miradas de toda forma y color, y ninguna se cruzó del mismo modo que aquellos iris azulados. Sabes bien cuando decidiste darte por vencido, dejar de intentar arrinconar un corazón que siempre había estado tan presente en cada movimiento. Caminando al ritmo de sus latidos, aun a miles de kilómetros, supiste años después que jamás te distanciarías de él. Y que la única opción que te quedaba era la resignación.
Quién te habría dicho, que incluso cuando no pudiste evocar su rostro en tu mente, cuando el calor de su cuerpo marchó junto al aire y toda ella era mera ilusión, que llegarías a cuestionarte si vives en una utopía imposible. Quién te habría dicho...
...que nunca nadie volvería a robar la soledad de tus bolsillos.