Revista Diario
No recuerdo que mis pies tocaran el suelo la primera vez que nos besamos. No sé cómo crucé el umbral de mi puerta, ni cómo subí la escalera hasta llegar a mi cama para escuchar el ritmo acelerado de mi corazón de 16 años. Luego levité muchas veces más durante meses, puede que años. Volví a pisar el suelo más tarde para recorrer las baldosas que iban de mi cuarto al suyo cuando nos separábamos para estudiar en el piso que alquilamos juntos o para patear las calles en noches interminables de juergas con amigos.
Con los años, sentí levantarme del suelo muchas otras veces. Cada vez que fui feliz a su lado, en nuestra cama o en la sala de hospital donde se emocionó al dar la bienvenida a nuestra hija. Algunos días, al dormir una siesta de tres, vuelvo a sentir mi corazón tan lleno de aire que creo que voy a volar de nuevo. Lástima que la vida me lo impida con sus lastres: ese despertador inclemente, las largas jornadas de trabajo, las preocupaciones por la familia, las dificultades de algún amigo...
Pero nuestra apuesta es la felicidad. Lo ha sido desde que nos besamos por primera vez y yo dejé de pisar los escalones de mi escalera. Así que, a pesar de todo y de todos, renovamos la apuesta.
Hace unos tres meses que volví a sentir mariposas en el estómago cuando, en un abrazo, le dije al oído que me moría de ganas de que tuviéramos un segundo hijo. Ahora volvemos a tener dulces conversaciones entre sábanas imaginando cómo será y cuánto le querremos, mientras me acaricia la barriga y llenamos de ilusión los ojos de nuestra hija de casi tres años.
Llegará un nuevo miembro a la familia a finales de noviembre. Su corazón late dentro de mi y vuelvo a vivir esa feliz espera que se parece, y mucho, a la sensación de estar enamorada como sólo se está cuando una es adolescente.
Ojalá salga todo bien y la esperanza vuelva a hacerse cuerpo y alma para vivir, y dormir, entre nosotros.