Llegué antes que tú, supe que me encontraba allí en aquella amplia habitación pero nunca pensé que fuera el primero, no sabía que te esperaba a ti. Sentí que existía una gran euforia a mi alrededor pero nadie me observaba, se ocupaban de otras muchas cosas, de un montón de detalles.
La pieza era blanca y los muebles modernos. Cuando el sol entraba por la ventana lo iluminaba todo, bañaba con su calidez cada rincón y llegaba hasta mi sintiendo yo su leve calorcito. Me sentía bien en aquel lugar, el que me correspondía.
Visitas y risas era algo muy cotidiano. Ignoro cómo era la casa antes de mi llegada pero desde que hice acto de presencia la alegría era pura y totalmente verídica, siempre se mezclaba con la decoración, bonita y delicada, que iba en aumento a medida que pasaba el tiempo.
De pronto ese ir y venir se redujo, el silencio se instaló y me sentí sola en aquel lugar. Las ventanas seguían abiertas y el verano se anunció sin ningún tipo de timidez, el sol calentaba mucho más que antes. Yo allí, sin saber el por qué.
Una mañana las voces regresaron pero más tenue que antes, sin estallido, como un susurro que atraviesa el espacio. Después de un tiempo escuchando, sin más, la puerta de la habitación se abrió, vi que “algo” envuelto en una manta era depositado en el lecho y acto seguido, sonriendo, la mujer vino hasta mí, me tomó en sus manos y me coloco junto a ese “algo” que vi desde lejos.
Eras tú, un ser totalmente pequeño que dormía con la ternura de un ángel. Yo te contemplaba con una gran fascinación que me invadía a raudal. Eras perfecto, tan diminuto y hermoso que me emocionaba.
Yo me sentía orgullosa de estar a tu lado, me sentía tan feliz como aquella mujer que te tocaba una y otra vez y que no era otra que tu madre. Dormías con toda la paz en ti.
Fui tu amiga desde ese momento y cuando te convertiste en un niño vivaracho de cabellos rubios muy encrespados fuimos uno solo. Corrías, reías y descubrías el basto mundo. En tus andaduras me llevabas contigo, siempre estaba cerca de ti porque me agarrabas con fuerza, deseando hacerme partícipe de tus momentos. Siempre que salías de casa deseabas que yo fuera contigo, te negabas a ir si yo no estaba presente.
Me levantabas, me lanzabas por los aires, me confiabas tus secretos y “conversábamos” de muchas cosas cuando buscabas el sueño. Me contabas historias, esas que salían de tu imaginación infantil. Sabía cómo eras y lo que guardabas en tu corazón. Recuerdo las caricias que me prodigaban tus pequeñas manos, me transmitías el amor infinito y yo te miraba con devoción.
Eres mi amigo eterno porque entre los dos existirá un hilo conductor que nos lleva sin cesar a un mundo especial. Soy tu infancia, soy tu primera amiga, soy tus primeros pasos, soy la que te acompañó fielmente para luchar contra tus temores y tus inmensas alegrías de humano pequeño.
Me llamo Rusquita, es el nombre que me pusiste en cuanto empezaste a hablar. Soy esa perrita gris y blanca en peluche que, ahora, en tu adolescencia ocupa un lugar privilegiado en un mueble de tu habitación, una especie de sitio de honor. Te veo evolucionar en tu vida hacía la adultez, te admiro con tus amigos cuando vienen a estudiar o a jugar con esos artilugios de videos. Tu voz ha cambiado y hasta tienes barba lo cual me hace sonreír porque te conocí en tu cunita.
Eres mi eterno amigo mimado y a menudo me miras y me sonríes para que yo sepa que sigo en tu corazón.