Arranqué pedazos de mi alma, los cocí e hice ladrillos con ellos. Muchos ladrillos: había material de sobra. Con los ladrillos hice un muro, un muro no: otra cosa, no sé qué, ocupé con ella la plaza de mi pueblo y seguí construyendo para hacer más grande eso, lo que eso fuese: cada vez más y más grande. No sabía qué podía ser, salvo que ya podía subirme encima y me subí: seguía mi labor desde allí, no paré hasta ver pequeños los pájaros, la gente, las nubes, los aviones, las azafatas y los viajeros me saludaban al pasar o era que vi la proyección de una fantasía de paz perfecta y espiritual. Salí del país, del continente, vi la tierra y el mar, se separaban debajo y yo era un Moisés geoestacionario, los satélites artificiales circulaban como locos a mi alrededor, dibujando una y otra vez sus locas elipses y arremolinándose como moscas en el frío verano de las playas del espacio exterior, la línea de costa del cosmos, vistas inhabitables poco idóneas para un veraneo puramente material, la Tierra y la Luna apenas eran ya lámparas diminutas, apagadas en medio de una región inmensa de nada y vacío, yo hubiese deseado allí ser uno de esos artefactos giratorios pero tenía que seguir con mi camino y ese camino era un abandonarse, un pulular por los senderos atómicos que conducen a la canción monocorde pero inapelable del gran Sol, una vez empezado ese camino todas las canciones se hacían ciertas, por lo que decidí seguir con mis ladrillos, seguir con mi camino, no podía parar, ¿por qué iba a hacerlo, si tenía la posibilidad de seguir subiendo incluso hasta ese punto en el que subir o bajar son la misma cosa, dos correas para el mismo perro, pecios antigravitatorios, flotantes, como canciones que suceden en cualquier lugar y hacen vibrar el corazón de la materia visible e invisible? Yo subía y bajaba buscando la mía y así entendí las verdaderas dimensiones de lo posible, a un lado o al otro ya no era más que continuar o dejarlo y dejarlo era de idiotas, así que seguí añadiendo ladrillos, cociendo más y más pedazos de mi alma para hacer ladrillos con ellos, tenía alma para rato, no acababa de sacar pedazos nunca, aquello era una suerte de reino de Jauja, maná moral cayendo del cielo de mí mismo, mientras profundizaba en el cielo que se extiende allá hacia donde vayamos dejé atrás el Sol y vi otra vez la Tierra, más y más pequeña, y luego Marte y Júpiter, después Plutón, llegué al cinturón de Kuiper y vi el principio del final del ámbito vital de nuestra estrella y un camino insorteable a continuación, hasta las próximas estrellas. Sentí el vacío y el silencio, y después la soledad. Después supe que había llegado al fondo del asunto, lejos de las señoras y los soles, en el mismo núcleo de la comprensión del viaje. Y estaba en la superficie, en que todo lo que puede verse y tocarse. Llegué al fin del universo y vi el rostro de Dios padre. No, no el rostro de Dios. Vi el final. No hay final. Quiero vivir, pensé, mi vida del revés para repetirla de la misma manera. No, de la misma manera no. Limemos los detalles. Quiero decir que empecé otra vez de cero. ¿Hola? ¿Hay alguien ahí? En mi pueblo me miran raro, mientras cuezo ladrillos y más ladrillos: me queda alma para rato. Empiezo la ascensión aunque esta vez quizás me quede a esta parte de la órbita geoestacionaria, dando vueltas entre aviones desde los que me saludan otra vez viajeros y azafatas, parejas y porteros, gente libre que va a cualquier parte, yo simplemente quería ir a cualquier parte, acaso a la otra parte del planeta, en las mismas antípodas.
Por lo que tengo una idea: de cualquier forma, el fin de un viaje supone el principio de un nuevo viaje. Sigo excavando, pero también ahora en la tierra. Construyo un túnel, no, un túnel no. ¿Aparecería en Nueva Zelanda, vería algún día el rostro verdadero de mi alma?Ya fuera de bromas, ¿existe Nueva Zelanda?Revista Talentos
Nueva Zelanda
Publicado el 07 diciembre 2016 por JoseoscarlopezSus últimos artículos
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