Hoy he ido al Macba. Me hallaba en mi apartamento leyendo el periódico, mientras mi cabeza me recordaba a cada instante el infame líquido ayer ingerido. No hay nada peor que el garrafón. Debería penarse con cadena perpetua a estos envenenadores. Lo mismo vale para los que ofrecen drogas adulteradas. Con los placeres no se juega. Así me hallaba cuando decidí dar una vuelta. Estaba por entrar en la librería La Central cuando escuché gritos que me interpelaban. Era mi amiga Iolanda y otra persona desconocida para mí. Iolanda ha publicado hace poco su primera novela: La Memòria de les Formigues. Una suerte de auto-ficción, tan en boga en estos días. Le está yendo bien con la novela, me cuenta. La han designado Nuevo Talento Fnac, me comunica. A pesar de su reticencia, ser nuevo talento le obliga a hacer una presentación del libro. Me encantaría que fueras, añade, y claro, ahí estaré, acompañando al nuevo talento. Creo que es el primer amigo/a al que nominan oficialmente nuevo talento. A Iolanda la conozco desde hace más de diez años. Ambos decidimos apuntarnos a un curso de guión de cine en el Ateneo Barcelonés. Albert Abril era el profesor. Iolanda su alumna más aplicada. Recuerdo su larga melena, su hipnótica sonrisa, su andar descuidado. Mi proverbial timidez no impidió que nos hiciéramos amigos. En esa época ella vivía en Monells, Baix Empordà. Yo hacía poco que me había mudado a un estudio en la calle Llull. You look pretty cool with this jacket, me suelta de repente Iolanda en inglés, para que lo entienda su acompañante, quien resulta ser una profesora gringa que está pasando unos días en Carcelona. No se llama Vicky. Ni Cristina. Afortunadamente. Hablamos un poco de la fiesta que hace días organizó Iolanda en su casa y nos despedimos efusivamente. Dejé a medias un guión de una película futurista. Me fui a vivir a Sao Paulo. Iolanda regresó a Barcelona. No sé qué hizo con su guión. Nos fuimos escribiendo a pesar de los océanos. Una vez aparecí por sorpresa en Monells. No estaba. Otra vez no aparecí en una fiesta de fin de año que organizó en su casa. Lo lamenté. Ella también, según me confesó años después. Otra vez la acompañé a recoger a Teo a la guardería. Ya era mamá. Me gustó comprobar que ser madre no la había cambiado. Yo continué perdiendo países y ella conquistando editoriales. Seguimos almorzando juntos al menos una vez al año, cuando yo regresaba por unos días a Carcelona. Una vez me contó una de las claves de su aparente vida feliz en pareja. Los días libres. Un día a la semana sin obligaciones familiares: ni maternales ni con la pareja. Un día para uno, sin explicaciones. Intenté compartir esta teoría con la persona con la que vivía por aquel entonces pero no lo entendió. Fue como si le estuviera diciendo que quería un día libre para acostarme con otras mujeres. Durante un tiempo mi pareja lo usó como munición en las discusiones que ocasionalmente teníamos. En uno de esos almuerzos compartidos Iolanda me anunció que le habían editado su novela. Me alegré y me sentí un poco celoso. Me ofreció mandarme el manuscrito por correo electrónico. No quise leerlo. Esperé a que se lo publicaran. Una tarde, vi el libro y lo compré. Lo he estado leyendo poco a poco, a sorbitos, de almuerzo en almuerzo. Reconozco a gente de la que ella me ha hablado. Reconozco una manera de ver la vida. Reconozco a una escritora apasionada. Iolanda hizo una tarta tatin de sus vivencias y le salió una novela. Quizás cuando aprenda a cocinar una paella me salga la mía. Mientras tanto, brindo por el nuevo talento.