Revista Talentos

Nunca confíes en una mujer con gafas - I -

Publicado el 12 marzo 2011 por Aletaubas
Me invadió la soledad. No es una conclusión apresurada. Es una sensación consolidada. Lo que ayer era compañía hoy no me contiene. Me encuentro solo en aquellos lugares en los que estuve acompañado.
Tengo ganas de llamarte, pero dudo qué decirte. ¿Tiene que ver con vos? ¿Tiene que ver conmigo? ¿Necesito que me abracen? ¿Quiero que me abraces? Ya se, no me lo vas a preguntar. Pero deberías, yo te lo exigiría.
Cada atardecer me está matando y el amanecer ya no compensa. ¿Qué hago? No sé cómo resistir estas horas que no avanzan. Los días son cada vez más largos. Amarías verme en este estado: quebrado, perdido. Un edificio de teorías que tambalea y deja ver por sus ventanas lo vulnerable que estoy.
¿Cómo llegué hasta acá? No puedo armar la historia. Los recuerdos que tengo no se juntan, no funcionan como indicios, no señalan una salida ni nada. ¿Qué pasó? Voy a la heladera. Vacía, como siempre. Abriría una botella de vino, pero me niego a consolarme con alcohol. Quiero sentirlo todo hasta que termine de una vez. Y encontrar una forma de hacer arte del dolor. Agarro el libro en la página que marca el señalador: “Se amoldaba a la perfección de mi mano. Como si hubiera sido hecha para mí. Ella apoyó la palma de su mano sobre mi corazón. Su tacto se fundió con mis latidos…Entonces no lo sabía. No sabía que era capaz de herir a alguien tan hondamente que jamás se repusiera. A veces, hay personas que pueden herir a los demás por el mero hecho de existir”. ¡Qué libro de mierda!
Elijo otra página, esta vez al azar: “La soledad empezó a dolerme, el silencio a exasperarme”. Me levanto violentamente y abro la ventana. Miro veintitrés pisos hacia abajo buscando el vértigo que no aparece, que está ausente. Estoy tan inmerso en el dolor que la idea a caer es, de repente, persuasiva. Qué modo simple de concluir con las penas... ‘Crónica de una muerte anunciada’, pienso. Busco una lapicera y escribo en la última página: “Andrés Bénard: 18/07/1980 – 06/03/2011”. Con mi única sonrisa del día, dejo caer el libro en mi lugar.
Nunca confíes en una mujer con gafas - I -Me quedé suspendido mirando hacia abajo pero no escuché ningún grito. ¿Cuántas veces estuve en esta ventana con la misma sensación? ¿Tantos años de lo mismo? ¿O será que este departamento tan alto me acerca una solución imposible de considerar en un segundo piso? Deberían prohibirle las alturas a los ciclotímicos. Es como acercarle un arma a alguien cada vez que está sufriendo. En una casa tradicional creo que la idea nunca hubiera llegado a mi mente. Por eso, me avergüenzo. Esa es la verdad. Solo estoy llamando mi propia atención. Me señalo y me describo patético. Patético por considerarlo y por considerarlo y no hacerlo.
Al cabo de un rato, volví en mí, me vestí con lo que encontré y bajé a buscar el libro. Cuando llegué a la vereda la vi sentada en el escalón de la casa de al lado. Había dejado su libro a un costado y hojeaba el mío con un lápiz en la mano. Llevaba gafas grandes. Su pelo no me permitía verla con claridad. Vestía con armonía y a colores y sonreía, como quien se acuerda de una anécdota con picardía. ¿Qué pasaje de ese condenado libro podría hacerla reír? Dudé en acercarme, había demasiada intimidad entre mi libro y ella. Es asombroso ver a alguien que invirtió tiempo en producirse de un modo excéntrico y atractivo y que luego ignora absolutamente los ojos que la buscan al pasar. Es como si un actor eligiera las mejores prendas del vestuario, saliera al escenario con toda su pompa y, una vez ahí, ignorara por completo la mirada del espectador. Como sea, la miré durante unos minutos y conmigo los hombres y mujeres que pasaban y ella nada. No sacaba sus ojos ni su atención de aquel libro, como buscando, cosa rara, privacidad en la vía pública.
- Lamento interrumpir. Ella levantó la vista sorprendida, su gesto se tornó serio y se incorporó abruptamente.- ¿Es tuyo? Lo encontré en el piso. Perdón, tomá.
Extendió el libro con torpeza y le sonreí. ¿Quién es esta mina? Impaciente, tomó sus cosas y sin regalarme preguntas, se puso en marcha. Las palabras no me salieron pese a mis ganas de extender el diálogo. Me quedé inmóvil, un poco desconcertado y con el libro en la mano. Era hermosa pero no tuve la energía para seducirla.
Injustamente feliz por las consecuencias de mi falso suicidio, subo con el glorioso libro entre las manos al ascensor interminable. Descubro entonces, mientras paso las hojas, que la misteriosa mujer con gafas lo había subrayado: “Durante toda mi vida he tenido la impresión de que podía convertirme en una persona distinta. De que yéndome a otro lugar y empezando una vida nueva, iba a convertirme en otro hombre… Para mi representaba, en un sentido… reinventarme a mí mismo…Lo buscaba de verdad, seriamente, y creía que, si me esforzaba, podría conseguirlo algún día”.
Tuve una sensación en el pecho difícil de explicar. Paré el ascensor y volví a la vereda casi corriendo para buscarla. Quería entender la conexión. Quería darle un sentido a la casualidad. ¿Por qué señaló aquel párrafo? Una vez más, llegué tarde.
Pude, después sí, optar por la botella de vino. Noche de domingo y resucitado de la muerte, me tomé el tiempo de repasar lo sucedido. Tomé el libro con pocas esperanzas de encontrar algo más y así entender. Cerrado observé su tapa, lo di vuelta, miré la contratapa... como buscando en la ignorancia. ¿Qué estás haciendo boludo? ¡No vas a encontrar nada! Despectivamente lo tiré sobre la mesa y me levanté. Me serví otra copa de vino y di una vuelta sobre mi mismo desconcertado. Miré por última vez a modo de despedida y algo llamó mi atención. Entre sus hojas escapaba un señalador que no era mio.

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