El calendario dirá lo que quiera pero cuando más bonita está Madrid es a partir de las diez de la noche del uno de mayo, con el Retiro cerrado, el asfalto vacío y empezando a oler a tibio, que es más o menos comparable a cuando uno ya ha pasado los meses desconcertantes del principio de una relación y ya puede sentarse a desayunar sin necesidad de llenar el silencio hablando; todo parece que va a ir bien.
El verano, como Madrid, como compartir el primer café, es un estado de ánimo, y todo lo que le precede son procesos de selección eternos para la entrevista final. Qué le voy a hacer, si para mí casi nunca es primavera.
Cuando se transmite la sensación de que va a empezar el calor (porque el calor nunca empieza, sino que uno se lo encuentra una mañana cualquiera y para quedarse) está comprobado que todo el mundo tiene una lista de planes y casi todos posibles, algo sólo comparable a llegar a Madrid por primera vez o al primer beso en en penumbra en el portal, que es como se suele dar el primer beso en el portal. Lo ideal sería para todos que Madrid prometiera amor al comienzo del verano, sea cuando sea eso, pero como no suele pasar nunca es mejor canturrear durante varias semanas seguidas la misma canción de la Costa Brava cuando comienza a estar la ciudad bonita de verdad. Eso, o decirte firmemente todas las mañanas que eres la chica más guapa que va en el vagón del metro a las ocho menos veinte de la mañana, a pesar de las ojeras y de la coleta deshecha. O que quizás eres la más guapa por eso.
Hoy he dormido con los cascos puestos,
nadie sabía que ya estaba muerto,
y al día siguiente yo estaba en el cielo,
con mis cosas favoritas y un vermut con hielo,
viviendo despacio un verano perfecto,
con la brisa en la cara, bienvenido al cielo.
Nadie sabía que estaba muerto, La Costa Brava.