Me enamoré de un asesino. Pero a quién le importa ahora.
El día en el que él se convirtió en asesino, yo me convertí en un cuerpo inerte.
Era evidente, desde el primer momento, en que no podríamos interactuar vivos y juntos mucho tiempo.
Seguramente se convirtió en asesino como un acto en defensa propia.
Moría él o moría yo. Si en algunos juegos de mesa, gana el que tiene más fichas, en la vida gana el que tiene más amor propio.
Los casilleros de mi amor estaban todos llenos con su nombre.
Y los de él también, llenos con su propio nombre.
Según me cuentan algunos muertos, con los que tomamos mate sentados en los silloncitos de cuero que pusieron en el Limbo, salimos en las noticias.
Los titulares de los diarios impresos y páginas on-line no paraban de hablar de nosotros, crimen pasional lo llamaron.
Los periodistas no saben nada más que inventar historias.
Lo cierto es que no había pasión, ni discusiones, ni violencia, ni miradas.
Tan solo la dureza de los días insólitos, que circulaban desde un lado hacia el otro, tejiendo tramas absurdas, descompajinadas e insulsas. En ese contexto ningún asesinato es admisible.
Creo que morí de casualidad. No creo que quisiera asesinarme, y no es que lo esté justificando, para nada. Remítanse a los hechos: el sólo avanzó y me llevó puesta, porque, como era usual, no me veía, salvo que esa vez yo no me corrí de lugar: dejé que me atropellara. Por una vez necesitaba ser vista, ser protagonista, ser nombre y apellido.
Aunque según me enteré luego, declaró ante los uniformados que ni siquiera me había visto.
Eso es materia de chiste en los círculos en los que me manejo hoy en día, donde pasé a ser el fantasma entre los fantasmas, y sigo sin ser vista.
Patricia Lohin
Imagen [Inside me] (Helena Almeida, 2000)
#escritos #escritora #relatos #muerte #amor #patricialohin #blog #escritos