- ¡Maldición! – pensó ella, tenía que haberme puesto vestido, pero claro y yo qué me iba a imaginar, si ni siquiera me gustaba.
Cuando María tenía los pantalones por los tobillos y él la bragueta abierta, ella se detuvo en seco.
- ¡El condón, póntelo!.
Pedro no usaba, su mujer estaba ligada y nunca practicaba sexo fuera de su matrimonio, ella tampoco, al menos hasta ahora y su marido también estaba “ligado”.
Pedro no respondió, hizo un gesto de “no pasa nada” y siguió.
- No, no, no me la juego, en el pub hay una máquina, vete y saca uno.
- ¿Una máquina? - él no entendía.
- Sí de esas que están en los baños.
- Yo no la vi.
- Sí, estaba por fuera.
- Pues vamos los dos, no te vas a quedar aquí sola.
Con pocas ganas se vistieron, Pedro cogió la llave, cerró y salieron. María notó que le temblaban las rodillas, no sabía si de excitación o de arrepentimiento, lo miró por detrás, la verdad es que reconocía que era atractivo a pesar de sus 53 años.
Entraron y fueron a los lavabos, él la arrinconó contra la pared y la besó como adivinando sus dudas, era mejor no hablar.
- Funciona con un euro y yo no tengo cambio.
- Pues yo tampoco, dijo Pedro tocándose los bolsillos.
- Vaya, qué fastidio – dijo ella dándose por vencida.
- Bueno, cambiaremos.
Pedro se acercó a la barra y le hizo una señal al muchacho del otro lado, éste se meneaba con la música y no se enteraba. Pedro insistió un rato, algo nerviosos.
- Me cambias para la máquina, por favor.
- No hay máquina de tabaco, señor.
La palabra “señor” le taladró el cerebro y le bajó el ánimo de golpe.
- No es para cigarros, es para los condones.
- A, sí, sí, claro.
Pedro llegó con las monedas, María ya no sabía cómo ponerse para que nadie la viera, sentía una mezcla de emoción juvenil, clandestinidad y patetismo.
Pincharon el euro y le dieron cada uno a un botón distinto: el de activación y el de devolución. Se oyó un chasquido y la caída de la moneda. Los leds rojos se apagaron pero no salió nada. Pedro golpeó con la mano, el dispensador aguantó la envestida sin inmutarse y a María le dio la risa floja. Pedró dejó caer los brazos desanimado y dijo:
- Anda, vámonos, te llevo a casa.