No vine de serie con el gen de la obediencia activado. De niño, de muy pequeño, me cuenta mi padre que jamás aceptaba como explicación a un mandato el famoso “porqué sí, porqué te lo digo yo”, y que si no razonaban conmigo explicándome con palabras entendibles el motivo de la orden, sencillamente no la acataba.
Este sentimiento me ha acompañado toda la vida, de estudiante fui expulsado de una o dos asignaturas por año en los seis últimos de mi formación académica (¡que recuerde!) , y siempre por no acatar normas basadas en “esto se hace así porque lo digo yo”, o peor aún, “esto se hace así porque siempre se ha hecho así”.
Mi paso por el glorioso ejército español de tierra, en su división de artillería (ojalá exploten) tampoco fue un mar calmo, acabando como el soldado con más días de arresto de toda mi promoción. -¡Córtese el pelo! -¿Por qué? -¡Porque yo se lo ordeno! - sonrisa irónica y cuatro días de arresto más que añadir a mi expediente. Ironías de la vida, ahora pagaría para que me arrestara alguien por llevar el pelo largo…
Por qué hago esta pequeña auto-reivindicación, quizá te preguntes si es que has llegado hasta aquí, bien, hay una frase del imaginario español que resume la idea que me gustaría plasmar, “a la vejez, viruelas”, y es que ahora, ya de viejo, resulta que he de volver a vivir un episodio de estos, con la carga de dificultad que entraña el hacerlo tardío.
Dicen que la vida te va dando la misma medicina una y otra vez hasta que aprendes. No lo creo.
En estos últimos tiempos estoy viviendo un episodio muy curioso y que despierta todo mi interés personal, algo que normalmente estudiaría en un personaje de novela, en un amigo, o en un tercero, pero que se me hace muy atractivo porque el escogido para el estudio soy yo mismo. Como todos sabemos, la vida de adulto obliga a muchas cosas, y una de ellas es la obediencia dimanante del salario, con la que jamás he tenido ningún tipo de problema. Incluso “el porqué lo digo yo” está aceptado en esta modalidad de obediencia. Lo que no había vivido hasta ahora, y que inicia esta reflexión, es la variante “¿Y por qué lo hiciste así?”
Ojo, ni siquiera “por qué lo haces así”, sino “hiciste”, en segunda persona del pasado. Sin remedio.
Desde hace un tiempo relativamente corto he sido abatido por la duda continua, por la desconfianza y por la pregunta antes expuesta, “¿por qué lo hiciste así?”, algo que no me había ocurrido jamás. Desde que tenía diecisiete años dirijo equipos de humanos, no sé por qué, pero es lo que me ha ido pasando en la vida. Llegar a un grupo, de lo que sea, y a poco que me implique en él, siempre he acabado teniendo responsabilidades en ese grupo…, por fortuna esto ha sido la base de mi crecimiento profesional y algo de lo que me siento bastante orgulloso. Durante mis casi treinta años de carrera las he visto de todos los colores, he tenido grandes aciertos, muchos, muchos, muchos errores, alguna cagada (con perdón) importante, enfrentamientos con los propietarios, con compañeros, con personal de otras empresas, amistades con algunos de ellos, y siempre, o casi siempre, un gran respeto por todos los actores, pero nunca tuve que rendirme a alguien cuya única aportación es la de la duda continua. Y se me hace extraño, tanto como para que haya decidido estudiar el comportamiento de reacción a esta situación.
Hace ya muchos años que mi padre pasó de “mandatario” a consejero, y casi desde ese mismo momento comprendí que la vida sólo se la ha de dirigir uno mismo. Es evidente que es imposible hacerlo al 100%, porque nuestro entorno también obliga a muchas concesiones, no es lo mismo tomar decisiones siendo soltero, por ejemplo, que casado con familia numerosa, o con dinero o sin dinero, pero aún dentro de estas infinitas variaciones sí creo que cada uno de nosotros ha de saber llevar su propia correa.
No sé muy bien porqué he decidido escribir este post, quizá con la esperanza de que a medida que fuera redactando surgiera alguna súper idea que diera luz a la situación, pero esta niebla de la duda impuesta y del golpe de maza en la mesa no se va a disipar con un post, ni con un millón de ellos.
Dicen que la vida te muestra el camino si sabes leer las señales. Sí lo creo.
Hace algunos meses que comencé a sentir la picazón de la nostalgia con fuerza, sentimiento que se une al cosquilleo de saber un cambio cercano al que he ido rehuyendo por razones prosaicas, muy válidas por otra parte, pero cada vez más huecas de argumentos.
Voy a seguir estirando el artificio experimental un poco más, a ver cómo se defiende mi cerebro en esta extraña y absurda situación, pero es bien cierto que, como Juliette Binoche en Chocolat, hace días que siento el viento del norte golpeando con fuerza contra las ventanas de mi habitación, y no me veo preguntándole por qué lo hace así.