El espacio se cerraba sobre el cielo más opaco, ciñéndose el éter a las tinieblas. Entes extraviados deambulaban en una continua marcha mortecina hacia precipicios invisibles. Concibiose la noche como esperpento de agonía incesante. Cuando no había montañas ni mares sino sólo un vapor blanquecino que todo cubría y las siluetas ocultaba, siendo inútil la escapatoria. El rumor de un hombre reinaba sobre el silencio. "Bene utere, fugit hora".
Colose por el ventanal dejando pasar la niebla ante el. La alcoba quedó prendida por completo de la bruma espectral, haciendo imposible reconocer forma alguna más allá de la nariz de uno. Cuando la joven que dormía perdió el sueño a causa del frío, abrió los ojos y encontrose este panorama fantasmal. Encorvada la cosa sobre el cuerpo acostado, apresurose a asirla del pescuezo, antes de que pudiese juzgar si aquello donde se encontraba era cielo o infierno. Retorciose la niña en vano en un intento de librarse de las garras que la apresaban. El rumor del hombre sobre el silencio dio paso al más desgarrador grito. "Fugit hora, fugit hora".
Portó el peso la cosa vadeando los pasadizos a paso accidentado. Arribaron a la catacumba en lo oculto y tendiola en un lecho pútrido de mochuelos muertos. Abrió los ojos al fin. Encontrose entonces con el más grande delirio, que permanecía impasible ante ella fijando sus dos grandes ojos sin párpados. La miraba sin ver. Confundíase lo que fuere su cráneo con el espacio negro de la galería. Buscó la joven el límite de la estancia, alargó los brazos hacia cada uno de los lados y encontró nada. Sin paredes ni techumbre, restaba en una sentencia, pues yacía sobre el mismo elemento que la envolvía.
Cuando la única percepción posible era la de un abismo letal, y el impulso que movía a la bestia era la codicia de consumación. Los ojos sin párpados imperantes sobre las colinas observaban desde una dimensión ilusoria cómo caía la arena del reloj finito. Cuando el único concepto era la ausencia del mismo y la tierra seca no reflejaba el brillo marchitode las estrellas. Cuando el mundo era el hogar de una estirpe no separada de la muerte al nacer,
y la noche era un barco que había echado el ancla.